La
frase que da título a esta entrada la dijo Amadou Hampaté Bâ, escritor de Malí,
refiriéndose al patrimonio literario oral, a todas esas canciones, cuentos,
oraciones y demás pedacerías poéticas que nos hacen humanos porque nos otorgan
consciencia de tiempo, consciencia de que estamos hechos, en buena parte, de
memoria y de que cada uno de nosotros regenera la esencia de la humanidad cada
vez que actualizamos un verso aprendido de nuestros antepasados.
Naturalmente
este argumento es equidistante de ese otro que he leído por las redes sociales
acerca de la conveniencia para la economía mundial de la muerte de ancianos por
el Covid19. Ya. Curioso, jamás lo había pensado así, o al menos no en términos
tan tajantes: la transmisión del conocimiento es inversamente proporcional a la
prosperidad económica de las naciones. Oído cocina.
En
tiempos de postrimerías como este que ahora nos acuna alguien también ha sacado
a relucir las inevitables distopías literarias, especialmente la de Farenheit 451. Aquella –recordarán-
retrataba un mundo de libros ardiendo y de hombres ardientes que habían
aprendido de memoria un libro para que este no muriera. Pero, comparado con el
ahora de nosotros, la ficción futurista de Bradbury es felicísima. Porque aquí
nadie quiere eliminar los libros; aquí lo que se quiere es eliminar a los que
han vivido lo suficiente para aprender de memoria un libro, su libro, su
repertorio de sabiduría, su corpus de cuentos y poemas y canciones, su caudal
de palabras que los jóvenes todavía no han oído y que se quedarán sin oír para
siempre. Y si nos quedamos sin oír y nos morimos sin haber oído a los mayores
el mundo perderá sus nombres y las cosas no se podrán decir y, sintiéndose
innombradas, dejarán de existir.
Es
marzo y la primavera se abre paso más potente y salvaje que nunca porque no
encuentra estorbos humanos que se lo impidan. Un amigo me contaba ayer que en
el pueblo asturiano de su abuelo, en el que las minas se cerraron hace treinta
o cuarenta años, los jóvenes no saben dónde estuvieron las minas porque los
árboles y los matorrales han transformado el paisaje y ocultado los bostezos de
la tierra por donde sus antepasados entraban cada día para trabajar. No saben
ya dónde están las minas, pero tampoco saben cómo se llaman los árboles y los
matorrales que ahora cubren el campo porque no escucharon lo que le tenían que
decir aquellos ancianos que murieron en silencio.
En
estos días se nos están yendo cientos de ancianos, cientos de bibliotecas
devastadas, cientos de voces sabias que ya no podremos oír. La tragedia no es
la soledad de los cadáveres en el Palacio de Hielo. La tragedia es la
desolación de nuestra memoria.
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“Madrid
utiliza como morgue las instalaciones del Palacio de Hielo”. El País, 24 de marzo de 2020: |
Cuando se dan circunstancias extremas (que efectivamente se dan, porque la realidad es poco poética), ante dos pacientes de diferentes edades al borde de la muerte y la certeza (por escasez de medios) de poder salvar únicamente a uno: ¿Por quién debería decidirse el médico? ¿Por el joven o por el anciano? El joven tiene 20 años y el mayor 85. La solución al problema jurídico que pudiera planteársele el facultativo se llama "estado de necesidad". La cuestión ética queda al arbitrio del mismo.
ResponderEliminarEl extraordinario libro de Marc Badal "Vidas a la intemperie" comienza, si mal no recuerdo, con una analogía similar: la muerte de la última hablante de una lengua de los pueblos nativos norteamericanos, se lleva no sólo la historia de esa mujer, sino de todo un pueblo, de todo un cúmulo de tradiciones, maneras, relatos, mitos. Es innegable que el auge de que goza cierta literatura memorialística es un intento (loable) de no liquidar la memoria de un pasado que, en el curso de apenas lustros, se convierte en algo casi incomprensible para generaciones más jóvenes.
ResponderEliminarPor otra parte, creo necesario una nota sobre el uso del palacio de hielo como morgue. Esto no fue así decidido porque los tanatorios estuvieran desbordados (en los peores momentos de la pandemia, no sobrepasaron un tercio de su ocupación), sino en base a un protocolo delirante sobre el tratamiento a los cadáveres "muertos por covid", que amén de prohibir las autopsias, obligaba al refrigerado (además de otras normas insólitas).
Saludos