Nada
real puede ser amenazado
E.
Tolle
Haces
un curso de mindfulness para la superación personal
y
te duermes en mitad de la primera sesión.
Te
dice el gurú que dejes que pase a través de ti
la
radial y el mazo de los albañiles tirando paredes en el piso de arriba
mientras
intentas dormir la siesta,
y
entiendes que nunca alcanzaras la beatitud y la iluminación
mientras
sigas viviendo en una casa de vecinos.
Te
sientas en zazen para hacerte transparente
y
recibes tres bastonazos.
Te
vas a una discoteca y comprendes, sin necesidad del zen,
que
eres completamente transparente.
Practicas
el desapego hasta que te enamoras como un becerro
y
tiras por el retrete un pastón en retiros en monasterios budistas.
Te
proyectas una película mental
como
para ganar once Oscar
y
al final descubres que la trama
no
ha hecho sino ocultar todo el tiempo al que eres.
Te
enamoras del drama particular de tu vida
y
ya es imposible chistarte, discutir contigo,
llevarte
la contraria, decirte que no tienes razón.
Te
dicen que tienes el éxito de tu fracaso asegurado
y
sigues pensando en el grifo que gotea, la caspa del jefe,
tu
luna de miel y los papeles del divorcio.
Te
hablan de entrar en el dolor como la forma de sanarlo
pero
duele tanto el dolor que te sales inmediatamente
para
que el dolor siga doliéndote pero solo por fuera.
Se
te pega la mente a cualquier cosa que la mente considera:
comedia,
enfermedad, trabajo, riqueza, tragedia, pobreza,
belleza,
poder, fama, posesiones y ya te tienes,
como
el burro en la noria, dando vueltas a las apariencias
por
toda la eternidad.
Pones
la alarma del reloj del hastío
y
empieza a sonar cada diez minutos.
Dejas
por un momento de observar la mente
y
ves al ego tomando la cabina de control,
sentado
al volante como James Dean
en
su Porsche Spyder,
creyéndose
un fragmento separado del universo
hasta
que otro coche se cruza con él a la altura de Cholame.
Ves
al ego dispuesto a resolver todos los problemas
cuando
el único problema es el ego.
Quieres
salvarte hasta que descubres que lo que crees salvación
se
llama vanidad.
Llamas
a este mundo “Valle de lágrimas”
y
tiempo después descubres que es solo
una
de las infinitas formas de bailar
la
gran danza del cambio y lo inmutable.
Das
con el huerto del Edén
donde
toda piedra preciosa fue nuestra única vestidura
y
se te quitan las ganas de comer más del Árbol del Bien y del Mal.
Buscas
el centro por el centro
y
tomas conciencia de lo lejos que estuviste siempre del centro.
Pruebas
el cielo
y
a continuación te dicen que no te puedes quedar allí.
Observas
un fenómeno
y
te das cuenta de que el fenómeno
es
un curioso observador observándote.
Te
cruzas con una hormiga
sin
saber si el cruce habrá tenido lugar también
en
el mundo de las hormigas,
si
la frecuencia en la que vive el delfín
está
tan sólidamente fijada a la fuente de la vida como la tuya,
si
león y cordero no serán sino los nombres
de
las capas de la realidad que un día serán unificadas
o
solo la posibilidad de una realidad paralela,
el
verso del multiverso donde se pare sin dolor
y
no hay que ganarse el pan con el sudor de la frente,
o
aquel otro donde llevas flores en el
pelo
y
no hay hambre ni miseria, o este
donde
hay tanta hambre y miseria
que
a nadie se le ocurre ponerse flores en el pelo
y,
sin dudarlo, el león se come al cordero.
Pides
un trozo de carne y te dan el mejor.
Antonio Orihuela. En: Voix Vives. Antología. Huerga & Fierro, 2022
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