Viaje
¿Recuerdas
los viajeros que empezaron contigo?
Algunos ya
han llegado, −la pregunta es adónde−,
y algunos
continúan en vagones lejanos.
De los que
ya no siguen los hay que se apearon
cuando el
tren iba en marcha, −me duele no entender
por qué
otro traqueteo cambiaron este tren−,
los hay que
se bajaron en alguna estación
−no sé cómo
supieron que aquélla era la suya−.
Conozco
algunos nombres y algunas circunstancias
de algunos
compañeros.
Tanto
“alguno” no deja de ser poco…
Sus vidas
no recogen su verdadero ser:
qué fue más
importante, lo hecho o lo pensado,
y, si fue
lo pensado, dónde encontrar el rastro.
Pienso a
veces que no compré billete
para subir
al tren y espero en vano
al revisor
que aclarará mis dudas.
Este viaje
no entiende de controles
ni de
paradas que no sean la nuestra.
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La
bicicleta
Montar en
bicicleta:
el sueño de
una infancia que apenas si recuerda
quien
cumple el viejo rito de crecer con los años.
La
impresión del regalo,
ese
violento golpe a la altura del pecho,
el orgullo
de amos que nos nubla los ojos,
un nudo en
la garganta que corta las palabras:
ahora me
siento dueño del tiempo y del espacio,
y al salir
del colegio volveré pronto a casa.
La libertad
corría atada a una cadena
que ruidosa
movía dos ruedas sin destino:
el barrio
era mi reino,
la bici,
aquel caballo que yo montaba en sueños.
Sucede con
los reinos, el mío ya no existe.
Mi caballo
descansa en algún cementerio,
y aquella
libertad tiene forma de rueca;
dos ruedas
silenciosas deshilan mi destino.
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Casas
Ibáñez
Cuando bajo
la calle
que va
desde la casa del abuelo
hasta esa
vieja plaza de la iglesia,
mi vista se
dirige a las alturas
y busco las
cigüeñas
que
poblaron un día el campanario.
Yo sé que
miro en balde, que ya sólo la piedra
recordará
el feroz castañeteo
de sus
picos rompiendo el pegajoso
calor de
los veranos.
Lejos
quedan también otras imágenes,
los hombres
engañando
a fuerza de
coñac y de café
la
sacrílega hora de la siesta,
el regreso
a la casa cuando apuntaba el día
los
primeros colores y el azul,
la tapia
del corral que separaba
mi mundo y
mi otro mundo,
mis
primeros deseos sexuales,
el olor y
el sabor de aquel pan fresco
a las
puertas del horno como último rito
de una vida
amarrada al vaivén de noches
y días en
busca
de la
resquebrajada playa de aquel momento.
Olvido las
palabras que formaron mi mundo.
Crotorar:
las cigüeñas crotoran. O ya no.
Y empiezo
ahora a ir al cementerio
a hablar
con los amigos de mi infancia.
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Las guerras
de mi infancia
a mi hermano, caído en
la batalla de la vida
Las guerras
de mi infancia
siempre
tuvieron un mismo campo de batalla,
una hora
precisa y un único enemigo
−llamarte a
ti enemigo hace doler tu ausencia−.
Nuestra
guerra empezaba cuando acababa el día.
Fueron
muchas las noches y muchas las batallas,
y con el
nuevo día empezaba una tregua
que
rompíamos juntos al irnos a la cama.
La vida se
sentaba entre las dos almohadas
y esperaba
a la noche y jugaba a la muerte
y llegaba
la noche, pero nunca la muerte.
En aquel
calendario el orden no existía.
El tiempo
fue pasando y dejó en la memoria
dos camas,
dos trincheras, dos soldados y…, un muerto.
Fue
acabados los juegos, en un mundo real
que jugaba
a una guerra donde nunca hubo niños.
Y un día yo
entendí que las cifras no cuentan
que uno es
el infinito y miles no son nadie,
que los
juegos a veces encierran realidades
que son en
realidad un juego del destino.
¿Lo
entendí? No lo creo. No se puede entender
el vacío
que dejas después de haber llenado
todos los
universos de nuestra única infancia.
Y ahora
sueño contigo, y sueño que jugamos
y sueño que
volvemos a ser dos enemigos.
Las hierbas
han tomado el campo de batalla
y no logro
encontrarte entre tanta maleza.
Hoy me
duele tu ausencia y me duelen los sueños
y me duelen
los años.
No hay recuerdo
más dulce que un presente imposible.
Verano
Corríamos
los niños
como en un
soleado tiovivo.
La trilla
laceraba al son del pedernal
el suelo de
una era que nos dejaba, alegre,
un rastro
de cebada.
La parva
hacía rubios unos sueños de infancia
que el agua
de un barreño se llevaba en la noche.
Aquellos
eran días de luz multicolor
−al menos
eso creo desde esta distancia−,
después
vendrían otros de negros y de grises
y a las muchas
ausencias sumaría las huellas
del arado
de un tiempo que me decían mío.
He vuelto a
ver la era que alegró aquellas tardes.
Esparcía
serena su silencioso ocre.
Abel Murcía. Kilómetro 43. Bartleby Editores, Madrid, 2008.
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