Es un cuento tradicional, igual que La Cenicienta, Caperucita Roja, Hansel y Gretel y todos aquellos
pescados en el mar de la oralidad por los hermanos Grimm y el resto
de la peña romántica, deslumbrada por la milagrosa supervivencia de los relatos
folklóricos. Más en concreto, El príncipe
durmiente (o El bello durmiente)
es un contracuento, algo habitual en el repertorio de las narraciones
tradicionales, como bien explica Ernesto Rodríguez Abad. Cuenta la fábula que
hoy todos conocemos de La Bella durmiente,
pero invirtiendo los roles: aquí es el hombre –sometido a un malvado rey- quien
se sume en un sueño larguísimo a la espera de que una mujer decidida y valiente
acuda a despertarlo y a regresarlo a la vida y al amor. En España, El príncipe durmiente fue rescatado por
Machado y Alvarez a finales del siglo XIX y, ya a finales del XX, volvió
Antonio Rodríguez Almodóvar a llamar la atención sobre él incluyéndolo en sus Cuentos de la media lunita. Sin embargo,
la fortuna le ha sido adversa, no ha encontrado buena acogida entre el gran
público y, sin que casi nadie lo advirtiera, ha caído en el olvido. Quizás sean
los tiempos, estos tiempos (¡O tempora, o mores!).
Desde que los estados decimonónicos apreciaran –con total
agudeza- en el folklore una herramienta para definir nacionalismos y
representar ideologías, los totalitarismos políticos han ido, uno a uno,
desangrando la tradición: en cada momento, el Poder seleccionaba aquella porción
de la cultura popular que convenía para la cohesión de los grupos humanos bajo
las correspondientes consignas y rechazaba, censuraba o sencillamente prohibía
explícitamente aquella otra porción que pudiera contribuir a desviar conductas,
a reflexionar de modo crítico o a poner en duda las mismas consignas.
Nuestro país ha tenido el mejor ejemplo de esto en la labor
depuradora del folklore llevada a cabo por la Sección Femenina (1934-1977) a
través de su control de los libros escolares y de la manipulación memoricida de
la educación infantil. El Órgano de Falange liderado por la Hermanísima hizo
del cancionero tradicional infantil un asunto exclusivamente de niñas, algo
para lo que se apoyó rotundamente en el exterminio de la coeducación y que dejó
fuera de la canción socializadora –y del goce de la poesía- a todos los varones
nacidos, más o menos, a partir de 1930. Tal apartamiento del juego y de la
comunicación dio como resultado un país de hombres silenciosos, de ingenio
apagado y, sobre todo, de una vergüenza perenne e irremediable ante las
emociones. Naturalmente, el repertorio tradicional de cuentos y canciones usado
por las niñas sufrió una limpieza a fondo: se procuraron eliminar de la memoria
ciertos temas “no apropiados para los limpios labios” de las futuras mujercitas
(referentes al incesto, al adulterio o a la homosexualidad, por ejemplo), se
alteraron otros desviando sus fábulas desde las insinuaciones pecaminosas que
podían contener hacia sentidos más cristianos y ejemplares y, en fin, se enaltecieron
otros muchos a los que se creía emblemáticos de lo que una mujer, andando el
tiempo, debía llegar a ser.
En tal quehacer se vieron implicados tanto La bella durmiente como su contracuento,
El bello durmiente. A ella, por
hacendosa, humilde y obediente, se la salvó de la quema quijotesca de cuentos
prohibidos y se la hizo heroína solemne del martirologio femenino. A él, por
permitirse el mismo derecho al sueño, la fragilidad y la paciencia que el
concedido a las mujeres, se le borró de un plumazo de la memoria.
Pero he aquí que, tras el nacionalcatolicismo de la Sección
Femenina y tras la muerte del que todavía vergonzosamente algunos “patriotas”
veneran, otro ismo vino a empeorar las cosas. El feminismo de las últimas
décadas –al menos cierto feminismo- ha seguido desangrando la tradición y
ahora, por querer borrar la manipulación y la impostura que, en efecto, se obró
en la educación de las niñas a través de La
Bella durmiente y su recatada parentela, intenta el olvido de todos los
cuentos de hadas. Y es que ese feminismo no sabe –y debería saberlo- que los
cuentos de hadas tienen, todos, su contracuento y que en ese repertorio inmenso
y centenario se guardan todos los conflictos y todas las soluciones para esos
conflictos que la memoria cultural del ser humano ha ido sabiamente amasando.
Así que en lugar de rescatar El príncipe durmiente y empezar a devolver la emoción, el placer
del sueño y la virtud de la paciencia a los hombres, ese feminismo opta por
eliminar a La bella durmiente y
cooperar, de nuevo, en el memoricidio infantil que inauguraron las “flechas” de
Pilar Primo de Rivera. Y eso es una tragedia. Porque si contáramos a nuestros
niños y niñas el cuento y el contracuento quizás pudieran resolver, en poco
tiempo, ese desencuentro que alguien ha dicho que define hoy al amor: los
hombres buscan una mujer que ya no existe y las mujeres buscan un hombre que
todavía no existe, que tiene que despertar… Quizás lo haría con un beso.
|
Antonio
Rodríguez Almodóvar: Cuentos de la
Media Lunita. El bello durmiente. Sevilla, Algaida, 1987. Ernesto
Rodríguez Abad: El príncipe durmiente.
Diego Pun Ediciones, 2018. Cristina
Gómez Cuesta: “Entre la flecha y el altar: el adoctrinamiento femenino del
franquismo”. Cuadernos de Historia
Contemporánea, vol. 31, 2009, pp. 297-317. |
María Jesús Ruiz.
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