Declaración de la Renta de la Duquesa de Alba en 2012, pagó: 950'97 euros.
Ese año, ocupaba la novena posición entre la personas más ricas de España.
El capitalismo ensalza
el trabajo pero castiga a quienes trabajan. Nuestra sociedad enaltece la
verdad, pero nada nos gusta más que las dulces mentiras con que arrullan
nuestros sueños desde la televisión. Nuestros Estados glorifican la justicia,
la paz y la solidaridad pero sus prácticas cotidianas se cimentan en la
injusticia, el nepotismo, la violencia y el canibalismo. Solo los delincuentes
que miran desde sus rascacielos, sus clubs y sus residencias privadas parecen enterados
de esto. Ellos, que son maestros de la depredación, el terror, la prevaricación
y la mentira, son los más interesados en que el bulo se mantenga, se propague y
todos los días la timorata clase media se alimente de él. Los delincuentes del
lumpen son los únicos que no se engañan con esto, pero les vale de poco, y aún
en su torpeza y falta de medios, hacen lo que pueden por imitarles. Al crimen
organizado de aquellos remedan con el atropello y el zarpazo ciego, a la venta
de países y recursos naturales de aquellos parodian vendiendo de saldo el fruto
de sus asaltos. Los de arriba montan empresas de seguridad que ofrecen
mercenarios al servicio de cualquier dictadorzuelo que haya que sostener en el
poder, los de abajo se hacen sicarios para hacer en plan minorista lo que a lo
grande y en televisado es tarea de sociópatas con el pecho lleno de medallas y
la cabeza llena de serrín. Los de arriba fabrican las armas con que se matarán
los de abajo, el dinero por el que se matarán los de abajo y las chucherías por
las que matarán los de abajo.
La diferencia solo es
de escala, porque, en realidad, todos estamos presos, presos del miedo a perder
lo que se tiene, presos de la ansiedad por no tener lo que se debería, presos
de la desconfianza en el prójimo, presos de soledad, de aburrimiento, de
impotencia, de resignación.
Todos estamos presos. Atados
a la pata de la mesa en el colegio, a la pata de televisión en casa, a la pata
de la máquina en el taller, a la pata de la hipoteca en el banco, a la pata del
velador en el espacio público, y uno termina por convencerse de que la vida es cualquier
cosa menos una prisión. La realidad solo sirve para ser temida o para ser
comparada. Nuestra memoria es un apéndice de la memoria del poder, y como el
poder es poco memorioso, apenas recordamos más que lo que el poder quiere
recordar de sí mismo, el monólogo elogioso de su existencia, su eficiencia y su
sacralización constitucionalista, aunque en el fondo sea la racionalidad
política de los regímenes totalitarios lo que se esconde detrás de nuestras
democracias.
Arrullados por esta
racionalidad política, nos resulta mucho más fácil aceptar que debe haber
impunidad para los de arriba y sanción para los de abajo, éxito para los de
arriba y fracaso para los de abajo, premios para los de arriba y castigo para
los de abajo, héroes por arriba y villanos por abajo, riqueza arriba y pobreza
abajo y, sobre todo, que los de arriba son inocentes de su riqueza y los de
abajo culpables de su pobreza. Abajo las vidas valen poco, y hay más interés en
llenarles la cabeza que el vientre, de ahí el atiborrarlos de todo tipo de
informaciones para asegurarse de que no se enteren de nada, de atragantarlos
con todo tipo de violencias (una cada tres minutos en la televisión), para que
la gran lección con que se vayan a dormir cada día es que vivimos en un mundo
violento que los medios amplifican sin cesar.
Lo terrible es que los
delincuentes de cuello blanco tienen la llave de nuestros sueños, de nuestros
mitos y de nuestras emociones, las fabrican en serie a través del cine y la
televisión, y despojados de la realidad, de la verdad, de los demás y de la
palabra ardiente que en otros tiempos creció entre los despiertos, los libres y
los rebeldes, el único lugar que a los de abajo les queda para vivir es el
miedo.
El hombre ha sido
producido recientemente, decía Foucault. La identidad, los derechos, la
conciencia, el cuerpo, la locura… no son más que las condiciones en las que el
poder se produce, y entrar a diseccionarlas es realizar la anatomía política
del orden burgués, donde constatar cómo se ejercita el poder sobre los cuerpos,
cómo las técnicas disciplinarias los modelan no solo físicamente; también las
actitudes, los comportamientos, las representaciones son formateadas con el fin
de regular la vida de los sujetos a través de la escuela, el ejército, la
fábrica, el centro comercial, el hospital, la prisión, la sexualidad, la
infancia, los discursos, las vías de comunicación, los espacios públicos… todo
se vuelve lugar para el examen, la fabricación de saberes y el ejercicio del
poder que son claves para la buena marcha del orden social. Somos una sociedad
tutelada, el poder nos dice constantemente que no somos de fiar, que hay que
atarnos en corto, que el único estatuto que merecemos en sus democracias es el
de la libertad vigilada, y ahí están su legión de psicoanalistas, psicólogos,
pedagogos, asistentes sociales, conformadores de opinión y publicistas
alimentando la gran máquina espectacular de la normalidad deseante y, por si
todo esto falla, la policía.
Hasta el primer Marx,
que aún tenía poco de marxista allá por 1844, escribió en el periódico Vorwaerts, del que era entonces
colaborador, sus Acotaciones críticas al
artículo El rey de Prusia y la reforma social, en el que reflexiona,
siguiendo a Proudhon, cómo “ningún Estado puede proceder de otra forma; porque
para suprimir la miseria debería suprimirse a sí mismo, puesto que la causa del
mal reside en la esencia, en la naturaleza misma del Estado, y no es una forma
determinada de él como supone mucha gente radical y revolucionaria que aspira a
modificar esa forma por otra mejor”.
En efecto, el ejercicio
del poder no reside en una clase, no está solo en el Estado y en sus aparatos,
no está solo en la subordinación económica, en el modo de producción, en el
conocimiento o la ideología que sustenta visiones del mundo, prácticas y
discursos, sino que atraviesa todo el
cuerpo social como una red de araña donde coacción, seducción y vigilancia se
confunden, y donde sería necesario analizar cada trama en su compleja red de
interacciones, por eso el poder no puede ser reformado, por eso el poder solo
puede ser destruido.
El problema de nuestro
discurso de contrapoder no es que permanezca oculto, sino que nadie lo compra
por demasiado evidente. No nos resistimos al poder por la sencilla razón de que
el poder somos nosotros. Nuestros esfuerzos hoy no están encaminados a impedir
la apropiación material de nuestro trabajo, al contrario, nuestros esfuerzos
están encaminados a intentar que alguien se apropie de nuestro trabajo. Tampoco
tenemos ningún interés en impedir la apropiación de nuestras mentes, al
contrario, nuestros esfuerzos, lejos de intentar elaborar mecanismos culturales
y conductuales con los que dar cauce a un pensar otro, a la insubordinación
ideológica, están encaminados a ofrecernos desarmados y cautivos a la ideología
dominante. Si el poder no nos parece amenazante es porque nos amenaza con
nuestra propia máscara, si apenas sentimos su vigilancia es porque ya nos
encargamos nosotros de suministrarle cualquier dato que necesite sobre
nosotros, si lo que hay detrás de la máscara no le preocupa es porque detrás de
la máscara no hay absolutamente nadie, porque la omnipresencia de la máscara
hace desaparecer todo rastro de realidad enmascarada. Vivimos en el engaño,
hemos hecho de lo falso nuestra forma de vida y de la mentira nuestro hogar.
Hacemos no solo lo que se espera que hagamos sino que cualquier otro hacer, desde
nuestra mentalidad consentidora, se nos hace inconcebible, con lo que
alimentamos la situación más dulce para eternizar la dramaturgia del poder.
Esto no significa que
no existan los dominadores, significa que todo el discurso de la dominación es
sistemáticamente desviado hacia la naturalización de las condiciones de
dominación en forma de valores dominantes, hegemonía del discurso y relaciones
de poder que se aceptan y en las que se participa voluntariamente, y hasta con
entusiasmo. Esto no significa que no haya látigo, significa que el látigo entra
dentro de la lógica del deseo cuando lo que sobran son espaldas que azotar.
Pero porque la presión
no se puede contener indefinidamente, también es cierto que fuera de escena, en
las periferias de la dominación, hay aún lugares para el encuentro, el rito, el
ágape, la conversación, la parodia, la sátira y algún sueño menor de venganza
violenta junto con los restos de visiones utópicas. En estos refugios, hay
quienes articulan no solo actos de lenguaje no hegemónico, disidente, subversivo,
de resistencia y de oposición, sino que desde ellos, se puede dar carnalidad a
una extensa gama de prácticas que van desde las intervenciones furtivas y
espectaculares en el espacio público al sabotaje y al hurto, desde el trabajo
mal hecho a los atentados contra la propiedad, desde la holgazanería a la
insumisión. El disfraz, el engaño, el comportamiento evasivo, pueden ser
métodos eficaces para retratar aquello que las élites dominantes tratan de
esconder o disimular en el ejercicio de su poder y también pueden ser elementos
que sirvan para que los dominados evalúen hasta qué punto sus intereses son
realmente los intereses de los dominantes.
Como dominados, nuestra
representación colectiva no puede sino aspirar a configurar una puesta en
escena que confirme la imagen que los dominantes tienen de nosotros, pero
haciendo que esa imagen sirva a nuestros intereses, no a los suyos. La cultura
oficial está llena de deslumbrantes eufemismos, silencios y lugares comunes,
por lo tanto, nos corresponde a nosotros construir nuestra propia historia,
nuestra literatura, nuestra lengua, nuestra música, nuestro humor, nuestro
propio conocimiento y nuestras propias soluciones al capitalismo.
Tenemos que encontrar,
además, maneras de transmitir nuestro mensaje y de extender nuestras prácticas.
Hay que aprovechar todas las inconsistencias y ambigüedades legales que podamos
poner de nuestra parte, bordear el límite de lo que las autoridades están
obligadas a tolerar o no pueden impedir que suceda.
Nos llamaran radicales,
terroristas, delincuentes, con el fin de desviar la atención de nuestras
exigencias políticas. Tratarán de dar una apariencia de unidad entre dominantes
y dominados, pero los desacuerdos seguirán ahí, los conflictos entre el capital
y la vida seguirán ahí. Si conseguimos hacerlos evidentes, insoportables, esa
apariencia de unanimidad se resquebrajará, el conformismo cederá ante las
desigualdades, el consentimiento cederá ante las injusticias, la resignación
cederá ante la destrucción del mundo, y el sistema se desmoronará.
El orden social actual
no es inevitable. La convivencia con el mal no es inevitable. Las desigualdades
de poder, riqueza y clase no son naturales sino producto de la violencia
política y de una ideología al servicio de esta. Las promesas del sistema para
aquellos que creen en él no se cumplirán. Nos toca actuar hoy, siquiera por
desesperación ante el colapso civilizatorio en ciernes, y porque nos va en ello
nuestra continuidad en el planeta. Es cierto que resistir abiertamente es una
temeridad absurda ante la severidad de las represalias. La lucha por alcanzar
el mundo que queremos tiene que darse en otros términos, bajo formas casi
inéditas, practicando una resistencia que minimice la oposición, ocultando
nuestras actividades, borrando nuestras huellas y atacando cuando sea
relativamente seguro hacerlo mientras no se abra el camino del desafío abierto,
solidario y colectivo. Necesitamos generar los espacios sociales en donde pueda
crecer este discurso de la resistencia, la disidencia y la autoafirmación.
Lugares donde se pueda crear cultura autónoma, donde experimentar rituales,
preparar fiestas, inventar nuevos lenguajes, cantar, soñar, disfrazarnos,
jugar, contar historias, discutir planes y trabajar en común.
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