Cuando te acuestas
Me gustas cuando, duchado,
repeinado ante la leche,
te resbala el colacao
por la risa, entre los dientes.
Cuando te vas a la cama
y olvido trozos del cuento,
cómo me los vas sacando
mientras lucho contra el sueño.
Y qué placer cuando, luego
de “este cuento se ha acabado”,
me rechupas con un beso
y te me quedas mirando.
Apago la luz, me voy
pero tus ojos no apago
que siguen ahí encendidos,
brillantes, alucinados.
Y cuando, al cabo de un rato
me acerco para arroparte,
me parece que, dormido,
entre las sábanas, saltes,
metido en el cuento, amigo
de todos los personajes.
Entonces me gustaría
seguirte para ayudarte
pero no puedo ir tan lejos
porque solo soy tu padre.
La eternidad
Parece
más grande
cuando eres pequeño.
Cuando te haces
adulto,
se reduce a la nada
pero aún da
más miedo.
Consultas
El olor de la ropa de mi padre
aún lo mantiene vivo
en el armario.
A menudo me acerco
a hacer lo que no hacía
cuando él aún estaba,
a consultar zozobras.
Oráculo sin voz,
abro el armario
y ya no me hace falta
ni saber las preguntas.
Todo está en él,
como en un bosque.
Y mira que mi padre
se quejaba a menudo
de no entender las cosas
cuando lo superaban.
En cambio, ahora consuela
su olor, el sinsentido
de que no esté presente.
Sonata intemporal
Resguardado en tu casa,
leyendo, viendo tele,
la lluvia es un rumor
ajeno, imperceptible
que sin embargo arrecia
al acostarte
cuando eres todo oídos.
Entonces
te cala su insistencia,
su sonido te lleva de la mano
con alguien que ya fuiste,
con alguien que serás
si hay ocasión.
En la lluvia conviven
a la vez el presente y el recuerdo
de oscuras caminatas
con ropas empapadas
y zapatos que pesan como charcos.
La lluvia es una hipnosis.
Se adensa cuando inhalas
el vapor de la tierra.
Nunca, como al oírla,
escuchas a la vez
el planeta formándose
y la última mañana.
Igual que tú la oyeron
los que vinieron antes,
la escucharán tus hijos y tus nietos
y luego, un día, nadie.
Dios los cría ―escribió Petrarca―
Dicen que se parecen
los que han vivido juntos muchos años,
y así yo, de pequeño, me esforzaba
en descifrar qué rasgos
igualan la expresión de viejos matrimonios
y de ciertas mascotas con sus amos.
Tantos años después, cuando me río
con su risa y me alumbro cada vez
que nos miramos,
y me cuesta dormir sin sus pies fríos,
cuando hasta mi conciencia me corrige
con su acento canario,
me importa más bien poco
saber qué rasgos pueden igualarnos,
aunque ojalá sea yo
quien más haya cambiado.
Madrigal de niebla
Igual que, al levantar
la niebla, el campo asoma renovado
con su coro de pájaros,
más puros su fragor, su olor, sus verdes
(después de haber estado sumergidos
en pálido ensimismo),
así pasa a las tres, cuando tú vuelves:
de pronto sale el sol en mis quehaceres
tu voz me suena a canto, en todo veo
promesa de una tarde de paseo.
Guardar silencio
Cualquier ruido es fugaz.
El grito más desgarrador
acaba disolviéndose en silencio:
ya sea una discusión,
la más encarnizada,
el viento del desierto, el bombardeo
vivido entre las ruinas
de la ciudad sitiada, el corazón
cantando nuestro miedo.
Aunque entonces parezca
que nunca callarán las explosiones
ni tampoco el gemido
de los agonizantes,
ni el polvoriento vuelo de los cuervos,
ni la brisa que esparce
el olor a quemado, a sangre, a orina,
en el silencio vuelve
a establecerse el orden
que al vivir alteramos,
la perfección primera.
No existe acción más pura:
callar, y que el silencio
adelante su obra,
que lo que ha sido vuelva
a parecerse
a lo que otra vez
será tarde o temprano.
Arturo Tendero. El principio del vuelo. Ed. Páramo, 2022
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