para
Francisca Camelo, Juan Antonio Mora,
Luis
Alemañ y Rita Taborda Duarte.
No
llevaba aquel camino al corazón,
caían
por él las cosas grávidas,
como
anzuelos al agua
o
perro del amor en el que me habías convertido
arrastrado
tras de ti a la espera de la hora exacta
en
que te gustaba que te sacara la lengua
y
te leyera los textos sagrados
escondidos
en aquella guarida de donde un día
habían
salido animales increíbles que hoy ya no existen.
-Sé
bueno, y recuerda que no sé leer, me decías.
No
llevaba aquel camino al corazón,
caían
en él cuerpos que apenas se habían levantado,
ropa
interior, hebras de cabello, pestañas, uñitas rotas,
restos
de huesos en el inmenso baldío que se extendía
por
la otra mitad de tu colchón.
Siempre
había demasiada gente en tu cama,
en
tu memoria, en tu bolso, en tus incendios.
-Guarda
la poesía para los libros, me decías,
todo
termina por quemarse, y entonces,
con
tu dedo pulgar sobre el mapa,
trazabas
un camino que no llevaba al corazón,
y
echabas a andar por ahí
apartando
con un pie los cadáveres
que
te ibas encontrando a tu paso.
-El
mundo es la mente ampliada, te decía,
mientras
abría los ojos y cerraba mi dolor,
pero
tu insistías en que dejara en paz el fuego de
la poesía.
-Ya
me estás sobrando, decías,
me
cansa tu piel usada,
cada
vez me sabes más a final de todo,
y
veía perfectamente trazado,
sobre
aquella flor abierta que boqueaba
como
un pez sacado del agua,
el
camino que no llevaba al corazón.
-Del
amor quedan sardinas, te dije,
a
ti que no sabes latín.
No
respondías, acabado el juego,
huías
a través del frío,
por
los flecos de la tarde,
con
tu gesto de mármol vacuno,
sin
concesiones, sin esperanza,
hasta
llegar a la cocina
y
poner otra cruz roja en el calendario de tus citas,
entre
dos árboles, para que fuera imposible encontrarte
cuando
delimitabas el campo magnético
de
aquellos juegos de espejos
en
los que me hacías vivir.
No,
no había ya caminos que llevaran al corazón
y
del amor, solo quedaban sardinas.
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