No,
no criaba yerba,
y
mira que crecían por doquier
nardos,
dalias y carambucos.
No,
no me dormía entre los lirios
solo
de pensar que, a la tarde,
jugaríamos
en su columpio.
Al
quebrado espejo le pedí la carta del mago,
una
hora prestada, una mano sin dueño,
una
hebra ardiendo de su cabello,
una
cuerda que atara futuro y pasado,
una
palabra vacía sacada de cualquier poema,
un
camello bueno apostado en cualquier esquina,
el
clavel, el rojo, rojo clavel
que llevaba entre sus tetas,
-No
puede ser, tengo que ir a freírle un huevo
a
mi príncipe azul.
-Pero
si tú no sabes freír huevos, le dije.
-No
importa, esto es un sueño
y
tengo que aprovecharlo
antes
de que se convierta en pesadilla.
Fue
la última vez que la vi,
o
tal vez todo había sido un invento de Ochaíta
y
mi paisano Xandro Valerio,
y
no era mi memoria sino la suya,
la
que había mantenido
aquel
cordel en mi cuello,
aquellas
lenguas de vecindonas
que
sabían que yo ignoraba tantas cosas,
o
el pregonero que, misericordioso,
no
quiso verme llorar a solas.
Volví
un día, años después,
por
la vereíta verde,
solo
encontré abrojos.
Antonio Orihuela. En: Voix Vives. Antología. Huerga & Fierro, 2022
No hay tutía para los abrojos, solo un credo fulminante: Resistir.
ResponderEliminar¡pero vaya si duelen!!
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