La prohibición de ciertas lecturas
durante la dictadura franquista se centró, en buena medida, en dos sectores de
público: las mujeres y los niños (prioritarios en el salvamento de cualquier naufragio,
claro). Mientras que los casos de censura y control de obras dirigidas al
público femenino tenían el propósito de acabar con los notables avances que el
feminismo había alcanzado en las primeras décadas del siglo XX, para la
literatura infantil se puso en marcha un doble proceso dirigista: promocionar
el recuerdo “ejemplar” de personas, hechos o situaciones e imponer el silencio.
De este modo, los niños de la dictadura fuimos, por una parte, acribillados con
los modelos éticos inalcanzables de Santa Teresa de Jesús, San Ignacio de
Loyola o Los Reyes Católicos y, por otra, cegados en el conocimiento de héroes
infantiles que podrían hacernos soñar con la libertad, caso de Pinocho o de
Pippi Calzaslargas.
Hace unos cinco años, el Centro de
Estudios de la Literatura Infantil (CEPLI) de la Universidad de Castilla-La
Mancha puso en marcha un ambicioso y comprometido proyecto de catalogación y
análisis de las obras para niños prohibidas o censuradas en España y en
Latinoamérica. La casuística es más que diversa y, en bastantes casos, nos
llena de perplejidad: desde casos (España, Argentina o Chile) en los que la
censura fue regulada por textos legislativos, hasta casos en los que –como en
Cuba- la censura ha sido explícitamente ejercida y también explícitamente
negada por el gobierno, pasando por situaciones tan sofisticadas como la de
México, donde, sin existir una tradición de censurar oficialmente, se ha
ejercido una censura “soterrada” vinculada al fomento de libros “autorizados”
por su inclusión en programas escolares.
Retomando el marco de nuestra
Dictadura, conviene recordar que sus primeras acciones en materia de censura
infantil estuvieron dirigidas a destruir las bibliotecas populares y escolares
que el Patronato de las Misiones Pedagógicas había repartido por cientos de
pueblos y aldeas, conscientes como eran nuestros gobernantes franquistas de que
un país sin memoria es un país fácilmente gobernable. En las décadas
siguientes, el aparato censor se hizo tremendamente complejo a través de la
creación de unidades ministeriales, leyes y decretos, y a través también de las
sólidas alianzas que Falange estableció con la Iglesia, cuya influencia vino a
imponer los principales criterios religiosos y morales a la hora de controlar
los libros infantiles.
Desde tal estado de cosas, a los
niños del franquismo se nos prohibió conocer ciertos episodios de las aventuras
de Pinocho (un personaje demasiado ambiguo como para resultar ejemplar) así
como otros tantos de La cabaña del Tío
Tom (“por su carácter violento y triste”, rezan los informes de la época);
a Pippi Làngstrump no tuvimos el gusto de conocerla hasta la serie de
televisión de 1974, a pesar de que en Europa su fama imparable había comenzado
en 1945 y gracias a que nuestros censores –ayudados por la prensa- evitaron su
difusión en España; de los cuentos de Perrault la censura prohibió Piel de asno (“altamente perjudicial
para la infancia”) y eliminó de un plumazo las moralejas finales de varios
cuentos, entre otras esta de La bella
durmiente que, de haberla conocido en su momento, nos habría ahorrado
ciertos debates feministas infructuosos: “esperar algún tiempo para lograr un
marido rico, gallardo, obsequioso y dulce es cosa bastante natural, pero
esperarlo cien años durmiendo, no hay mujer que lo haga que duerma tanto y tan
tranquilamente”; pasaron, en fin, por la guillotina del censor textos y
personajes que nos podrían parecer tan poco “sospechosos” como Caperucita Roja,
Blancanieves, Jane Eyre, Los tres
mosqueteros, Pulgarcito o Heidi.
Por su fácil uso propagandístico, el
teatro sufrió especialmente los abusos de la censura, que se apresuró a hacer
olvidar el teatro anterior a la dictadura “por caduco y decadente” y a promover
una dramaturgia infantil que divulgara “los ideales patrióticos”. Así en los años
cincuenta, entre otros muchísimos casos, se quedó sin estrenar una obrita
disparatada y divertida titulada El
chinito Chin-Cha-Thé, Nariz Porra y Cuello Nuez, de la que el informe
prohibitivo del censor Morales de Acevedo dictaba: “Nada enseña ni sirve de
buena lección para el público infantil; por el contrario, todo es rechazable,
comenzando por el léxico plebeyo y grosero”.
Las páginas de El chinito Chin-Cha-Thé las firmaba una joven Gloria Fuertes, quien
por la misma época sufrió otro encontronazo con la censura a raíz de su
poemario Aconsejo beber hilo. Diario de
una loca. Pedro Cerrillo y César Sánchez han abordado detalladamente los
efectos del “lápiz rojo de la censura franquista” sobre los versos de Gloria.
Considerado “un producto de mente enferma” por el informe censor, el libro
llegó a publicarse desde luego sin el subtítulo (Diario de una loca) y, por supuesto, tachando o enmendando cada
verso que, aun tibiamente, pudiera evocar “significados eróticos o
heterodoxos”. Solo un ejemplo: “Números comparados” es un poema lúdico
protagonizado por los números del uno al nueve; en el caso del número tres, la
autora dice “Dime ese tres que parece / los senos de cualquier moza”, imagen
que en la definitiva versión impresa se convirtió en “los senos de cualquier
foca”. Me abstengo de hacer moralejas, son los riesgos de beber hilo.
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Pedro Cerrillo y César Sánchez Ortiz (coords.): Prohibido leer. La censura en la
literatura infantil y juvenil contemporánea. Cuenca, Ediciones de la
UCLM, 2016. Pedro
Cerrillo y César Sánchez Ortiz: “Gloria Fuertes y el lápiz rojo de la censura
franquista”. Ínsula, nº 857 (mayo
de 2018), pp. 2-7.
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María Jesús Ruiz.
Triste paradoja: Lejos de normalizarse, el cuerpo de la mujer continúa estando tan hipersexualizado y censurado como mercantilizado.
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