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Conducíamos, veloces,
por la autopista,
siempre
hacia el sur.
Las luces rojas y amarillas
de los automóviles
hacían añicos la espesura de la noche
oscura.
Encendiste un cigarrillo.
Dijiste:
Si lo vas a hacer,
abre de par en par
las puertas del poema.
Sólo así puede ser verdad.
Y luego:
Si escribes pistola
has de sentir el frío del metal
en tu piel,
igual que el miedo en tus entrañas
si escribes tormenta.
Sé a qué te refieres —dije yo—.
Es como sentir que tus manos
se mojan al escribir la palabra río.
Porque nada es tan caluroso
como los días de verano
en un poema de Carver.
Porque nada es tan cruel
como la guerra española
en un poema de Alberti.
Porque nada es tan triste
como Lorca
en el amanecer de Nueva York.
Apuraste tu cigarrillo
y me dijiste:
Escribir un poema
es mancharte
los dedos
con el color rojo
de la palabra sangre
o escuchar el sonido melancólico
de la palabra lluvia
repiqueteando en los tejados.
Los versos de tu poema deben
contener todo el universo.
Exactamente así es como es.
Después continuamos en silencio.
Y pensé en los últimos días
de Machado,
cruzando la frontera francesa,
perseguido y derrotado.
Y en Pavese,
abriendo la puerta de un hotel de Turín
decidido a quitarse la vida.
Y pensé
en el viejo Bukowski,
tecleando su máquina de escribir
como si fuese un piano desafinado
en un apartamento solitario
de la ciudad de Los Ángeles.
Y entendí de qué estábamos hablando.
- Rafael Calero Palma, Versos de alambre de espino, Editorial Alhulia, 2009.
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