Primero, sonrisas al descubriros.
Después, disparos de deseo os atraviesan como en esos duelos en los que ambos
contrincantes salen heridos. Tranquilos, por vuestra ropa impecable y esa
elegancia con la que sujetáis los cócteles, nadie sospecharía que acabáis de
acribillaros a miradas: nuevas cicatrices que se suman a las que acumuláis
desde hace ya tiempo, por lo menos un año.
Ese chico me gusta, repites cada vez que
lo ves. “Coincidís” en la puerta del baño: hasta ahora nunca habías hecho algo
parecido. “El amor me arrastró”, dirás mucho más tarde arrepintiéndote por la
afectación de tus palabras. Con cierta timidez os cedéis el paso sin que
ninguno se mueva. Después, miráis a ambos lados y, como dos niños traviesos, os
metéis en esa caja de zapatos: porque el baño es una caja de zapatos y el deseo
que os envuelve, transparente papel de seda. Él roza tu boca y luego sonríe: su
mirada son dos velas azuzadas por las corrientes que generan la búsqueda de tus
ojos. Te sientes afortunada por tenerlo contigo pero, cuando menos te lo
esperas, desaparece por tu vientre. Te dejas llevar justo hasta que tu
desconcierto, como una mala hierba, florece a ras de suelo: no se ha detenido
en la parada de tu entrepierna y después de descender por el acantilado de tus
muslos, agarrándose tan solo del vértice de su lengua, descansa en tu calzado.
Lame tus zapatos. Lame tus zapatos. Lame
tus zapatos. Eso no aparece en ninguno de los cuentos que has leído. No
comprendes nada, no sabes cómo actuar. Si acaso crees recordar que alguien, en algún momento, te
probaría un zapato, pero no que te lo lamerían. Lame tus zapatos. Y cuanto más
lame, menos entiendes, como si su saliva borrara tu juicio al tiempo que lustra
tu calzado.
Ríes: es una risa poco convincente. Das una
orden, intentas que parezca definitiva, algo como “quita, tío”, acompañado de
un par de carcajadas para amortiguar la dureza de tus palabras, como cuando
escribes “gilipollas” en un mensaje y luego añades “ja, ja, ja”. Pero no te
hace caso. Entonces intentas deshacerte de él, alguna que otra patada se te
escapa mientras se aferra abrazado a una de tus piernas. Así estáis durante un
tiempo que apenas sabes concretar. Por fin consigues liberarte y abrir la
puerta mientras él rueda por el suelo, como esos objetos que caen de los
armarios desordenados y rebosantes. Intentas salir como si no hubiera pasado
nada, recuperas el equilibrio sobre la cuerda floja de tus tacones de aguja. No
miras atrás.
Cuando se lo cuentes a tus amigas, cuando
digas que lo querías pero de otra forma, cuando les preguntes si vas a
necesitar unas sesiones de psicólogo, una de ellas te dirá lo que tú ya sabes:
“¿para qué?, ¿para entender qué es el verdadero amor? Precisamente es eso: uno
que da patadas y otro que no quiere soltarse”.
Tirso Priscilo Vallecillos. Cartografía urbana del deseo (Ediciones en huida, 2017)
Ilustración de Jesús Arnau
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