La
infancia es el ensayo de la edad adulta. Así lo entienden los niños, o por lo
menos lo entendieron hasta hace pocas décadas, cuando el juego y la canción
tradicional fueron, durante siglos, nuestra red para intentar el salto mortal
de la vida. Al aire del corro ensayaron las niñas los pros y los contras de
hacerse “casada, soltera, viuda o monja”, y con corceles de palo y relumbrantes
espadas de papel de chocolate los niños ensayaron la temeridad de la guerra.
Las
canciones infantiles encierran –como el mosquito en el ámbar- secretos
ancestrales y sabiduría inmensa. El romance de Don Gato, por ejemplo, enfrentó a los niños con el amor, la pasión,
la muerte y la resurrección en una alocada e inocente cantinela que nos
retorcía la cintura con su marramamiau
y nos salvaba –con la hilaridad- del drama. Gestado en los Siglos de Oro -al
albur de las burlas épicas que Lope de Vega y sus contemporáneos se atrevieron
a cantar-, Don Gato atravesó el
tiempo con el solo soporte de la voz y la memoria aleccionándonos sobre varias
cosas trascendentales, a saber: que una misiva de amor nos salva de la
melancolía (“Ha recibido una carta / que si quiere ser casado / con una gatita
blanca…”), que el anhelo amoroso nos puede volver locos, hacer perder el
equilibrio y poner en peligro la vida (“Don Gato, por darle un beso, / se ha
caído del tejado, / se ha roto siete costillas, / el espinazo y el rabo”), que
siempre hay unos cuantos esperando que desaparezcamos (“Las gatas iban de luto
/ y los ratones bailando, / los ratones, de contento, / se visten de colorado”)
y, en fin, que no sólo los gatos tienen siete vidas, sino que también nosotros,
a poco que amemos la nuestra, solemos tener una segunda oportunidad (“Al olor
de las sardinas / el gato ha resucitado”).
Por
enseñar, Don Gato hasta nos enseñó
que conviene, antes de morir, legar lo más preciado a quienes bien te quieren.
Y así, en muchas versiones rescatadas de la oralidad ya casi extinta, el Felino
hace testamento antes de expirar: “Mandaron llamar al juez / y también al
escribano / pa que hiciera testamento / de lo que había robado: / cien varas de
longaniza / y un lomo muy bien guisado, / el rabo pa hacer un cinto, / el
pellejo para un saco”.
Tanta
pedagogía encierra el romance que en las comunidades sefarditas[1]
no ha sido –como en la tradición peninsular- canción infantil, sino fúnebre. En
este contexto, Don Gato se canta como
continuación de la endecha Muerte
personificada, que comienza así: “Muerte que a todos convidas / dime qué
son tus manjares”. De tal manera, el Día de Tisha
be Av -el noveno día del mes de
Av, cuando se conmemora, con ayuno y endechas, la destrucción del Templo de
Jerusalén por los conquistadores romanos- las mujeres cantan el romance
sentadas en el suelo (sobre el que han dormido en la víspera con una piedra por
almohada, como signo de contrición); los niños las acompañan en el canto y
cuando al final quieren reírse no lo hacen, porque es día de pena y al que se
ríe, se le dice "porque te reíste en el día de Tishabeá, llorarás en el
día de Roshaná” (es decir, de `Rosh Hashaná`, el año nuevo hebreo).
Así
pues, y en conclusión, podría decirse que no sólo Jesucristo murió y resucitó
para redimirnos. También lo hizo Don Gato.
María Jesús Ruiz. Un mundo sin libros. Ed. Lamiñarra. Pamplona, 2018
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