La mañana avanza, como
tantas,
en la ciudad textil que vi
caer.
Un estruendo ensordecedor y
cotidiano
prosigue contumaz su rutina
diaria:
esa lanzadera que,
impasible, va y viene
tejiendo los hilos de la
historia.
Limpiando con mimo la lana
el leviatán lo inicia todo,
a pesar de su inicuo
apelativo
de bíblica serpiente
abisal.
La carda la prepara para el
hilado
junto a los gills y
las mecheras
y es la selfactina
—que en mi casa
se denominaba errónea y
familiarmente
con el parónimo sulfatina—
la que por fin hace la
magia
de convertir lo basto en
hilo fino,
que, una vez tejido, el
batán enfieltra
para, con posterioridad,
darle el apresto.
La máquina de perchar
arranca hebras
para obtener los paños de
vello suave,
que poco más tarde serán
vaporizados,
tundidos, prensados,
decatizados...
De pronto y de improviso,
la cadena detiene su
trajín,
es la sangre quien tiñe la
lana,
y un grito queda encubierto
en medio del estrépito.
Mi abuelo se ha dejado una
falange
dentro de un monstruo de
hierro y dientes.
Esta noche no podrá doblar
el turno,
mi madre no habrá de
llevarle la cena...
¡Vamos! ¡Venga! Aquí no ha
pasado nada.
La máquina que teje los
hilos del destino
retoma imperturbable su
cadencia.
Un estruendo ensordecedor y
cotidiano
prosigue contumaz su rutina
diaria.
Alberto Pérez Domínguez. Heredaré el reino de Gengis
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