Una
parte del movimiento ecologista (y su expresión política –permítaseme aquí
simplificar un poco–, los partidos verdes) se extravió en los años
ochenta-noventa del siglo XX, cediendo ante el empuje del neoliberalismo.
Depuso su crítica antisistema (esto es, su crítica sistémica del capitalismo) y
se limitó a intentar encontrar soluciones pragmáticas a una situación que se
agravaba constantemente. Se concentró en tratar de conseguir mejoras marginales
dentro de los estrechos márgenes de acción que permitía el sistema. Y perdió
parte de su alma en alianzas con el poder corporativo de las grandes empresas.
Como señalaba Paul Kingsnorth, esta clase de ambientalismo se ha mostrado
“demasiado dispuesto a adoptar la noción de 'desarrollo sostenible' que a
menudo se parece al business as usual
con menos emisiones de carbono”.[1] Aquí
sería ilustrativa la historia de desnaturalización de Die Grünen, los Verdes alemanes…[2]
Hoy
no necesitamos (prioritariamente) acumular más datos sobre la crisis
multidimensional, o frangollar nuevos modelos científicos: necesitamos sobre
todo construir movimiento social. Los
problemas ecológicos son, esencialmente, asuntos sociopolíticos y culturales.
Presentarlos como cuestiones técnicas –así lo hace sistemáticamente la cultura
dominante– es un reduccionismo que trabaja a favor de la ilusión de un
“capitalismo verde” –pero esa expresión es un oxímoron.[3] Hoy
no necesitamos (prioritariamente) más avances técnicos, aunque algunos de ellos
puedan ser bienvenidos, sino otra praxis
social. Necesitamos construir movimiento social. Tiene razón el economista
Jean-François Noubel cuando apunta que “los mayores retos de la humanidad no
son el hambre, la pobreza, el desarrollo sostenible, la paz, la salud, la
educación, etc., sino nuestra capacidad de organizarnos colectivamente para
poder resolverlos”.[4]
Lo
“verde” no es el coche eléctrico, pongamos por caso: es caminar, pedalear y
usar transporte colectivo. Darnos cuenta de esto resulta fundamental. Ahora
bien, no hay que insistir en que, criados como estamos dentro de la cultura de
expansión de la Modernidad, pedir contracción y decrecimiento no resulta de
entrada una opción muy popular. Hoy no luchamos por construir la brillante
utopía, sino para evitar las distopías peores. Y sabemos además que hay ciertos
factores psicológicos –como la aversión a
la pérdida– que todavía
dificultarán más nuestro empeño.[5] ¿De
dónde, entonces, el atractivo para la transformación socioecológica necesaria?
¿Cómo proporcionarnos motivación ético-política suficiente, en nuestras
sonámbulas e infantilizadas sociedades? ¿A qué podemos recurrir como
perspectiva positiva? Diría que sobre todo a estos siete elementos:
1.
El amor por los hijos e hijas, las nietas y nietos (y me refiero al amor concreto, no a un abstracto
“instinto de supervivencia” humano en cuya solidez sería necio confiar).[6]
2. Libertad real (no nuestro fantasear con ella desde una profunda enajenación), fuera
del horizonte de consumismo totalitario que se nos ofrece como única opción:
libertad para vivir la propia vida de acuerdo con decisiones y valores
personales. Tomar nuestro destino en nuestras propias manos. Esta libertad real
se coimplica con la igualdad, como he
argumentado en otros lugares.
3. Comunidad –y este vivir en comunidad (en comunidades) resulta esencial para los
simios supersociales que somos los seres humanos.[7]
Podemos resumir los dos puntos anteriores en una vida con mucha menos enajenación que las que hoy vivimos, una existencia
humana menos alienada.
4.
De esa existencia menos alienada formaría parte el trabajo con sentido, que puede convertirse en un placer –incluso
cuando se trata de duro trabajo físico, en el campo por ejemplo– cuando se
evita una excesiva parcelización del mismo y la privación de los frutos de ese
trabajo. William Morris formuló vívidamente el objetivo de esa recuperación de
un trabajo semiartesanal o artesanal no
divorciado de la producción de belleza.
Hacer bellos los objetos cotidianos y los entornos
vitales es necesario “para impedir que los seres humanos sean un pegote feo y
degenerado que se adhiere a la superficie terrestre”.[8]
5.
Riqueza en tiempo y en
vínculos sociales, capaz de compensar las pérdidas de riqueza material que se seguirán
de la renuncia al extractivismo.[9]
Por aquí enlazaríamos con la socialidad
del Sur que, a partir de Pier Paolo Pasolini y Michel Maffesoli, nos
propone Amador Fdez. Savater.[10]
6. Una existencia de resonancia con la vida y conexión con el
cosmos. La resonancia (en el
sentido que dio a este término el filósofo canadiense Charles Taylor) es en
cierta forma lo contrario de la alienación. Como señala Hartmut Rosa, “la vida buena se obtiene resonando con nuestro
entorno, viviendo conectados con el mundo. En las relaciones, en el arte, en la
naturaleza... buscamos estar en contacto con la existencia, que nos emocionen y
emocionar a los otros.”[11]
Bueno, ya se sabe que los Beach Boys encomiaban las good vibrations.[12]
7. Un nuevo sentido de la vida (vida buena con dignidad humana y tratando
bien a la Tierra, reconciliando natura y cultura) que puede proporcionar buenos
mimbres para tejer el cesto de la “autorrealización” (vida lograda o cumplida).
La sensación de vivir una vida con sentido (incluso si tiene aspectos duros y
comprometidos) es una de las motivaciones más fuertes que podemos experimentar
los seres humanos.[13]
[1] Paul Kingsnorth, “Cuarenta
días” (2013), traducido por Sara Plaza en su blog Civallero & Plaza, 5 de marzo de 2018; http://civalleroyplaza.blogspot.com.es/2018/03/retirarse-para-llegar-ser.html
[2] La abordé en mi libro Los Verdes alemanes: historia y análisis de
un experimento ecopacifista a finales del siglo XX (prólogo de Francisco
Fernández Buey). Editorial Comares, Granada 1994.
[3] No cabe ecologizar una
megamáquina de producción y consumo que sólo puede funcionar bien destruyendo
cada vez más naturaleza… Una economía ecológica no puede ser capitalista. En los decenios últimos, las curvas de
crecimiento de la “conciencia ecológica” medida demoscópicamente van en
paralelo con las curvas de aumento del uso de energía y recursos naturales. “Capitalismo verde” es un oxímoron.
Lo ha vuelto a argumentar exhaustivamente Richard Smith en Green Capitalism –The God that Failed, World Economics Association
Book Series vol. 5, College Publications 2016.
[4] Citado por Félix Riera,
“La revolución pendiente”, Culturas/ La
Vanguardia, 27 de mayo de 2017.
[5] “En determinadas
situaciones el miedo a perder algo puede ser una motivación mucho más poderosa que
la esperanza de ganar algo, en parte porque una vez que poseemos algo (un
objeto, un valor ético, etc.) empezamos a valorarlo mucho más. (…) La aversión
a la pérdida también influye en nuestras decisiones sobre el estilo de vida.
Aumentar el consumo cuando las personas tienen dinero para ello es
psicológicamente muy sencillo. Reducir de cualquier manera significativa (por
ejemplo, mudarse a una casa más pequeña o reducir la cantidad de
electrodomésticos que uno tiene) parece doloroso, incluso cuando en el pasado
esa persona haya sido completamente feliz con un nivel más bajo de consumo.”
Nick Cooney, Cambio en el corazón –Cómo
puede enseñarnos la psicología a generar el cambio social, Plaza y Valdés,
Pozuelo (Madrid) 2015, p. 58 y 59.
Daniel
Kahneman y Amos Tversky han estudiado este fenómeno en profundidad. Véase por
ejemplo Kahneman y Tversky, “Choices, values and frames”, American Psychologist vol. 39 num. 4, 1984; y Daniel Kahneman, Pensar rápido, pensar despacio, Debate
2012, p. 367-371.
[6] Uno de los aspectos más
problemáticos e impresionantes de la cultura dominante, que hoy prevalece a
escala global, es la ruptura del contrato
intergeneracional. En ninguna otra sociedad, a lo largo de esa historia de Homo sapiens que dura más de ciento
cincuenta mil años, ha existido este canibalismo de la generación actual
respecto a la de los hijos, los nietos y más allá. Se trata de una “dictadura
del presente a costa del futuro”, sobre la que insiste, con razón, Harald
Welzer: “La cultura del TODO SIEMPRE consume el futuro de quienes han tenido la
mala suerte de nacer después que usted”. (Harald Welzer, Selbst denken
–Eine Anleitung zum Widerstand, Fischer, Francfort del Meno 2013, p. 131 y
53. Ver también p. 21 y ss.) Sin duda que esto tiene que ver con el
proceso de individualización anómica que caracteriza a la Modernidad
euro-occidental y con el desarrollo de una estructura productivista-consumista
con rasgos totalitarios: pero saberlo no hace que disminuya la gravedad del
problema.
En abril de 2019 se ublicó esta carta abierta de
Madres por el Clima (junto con otros 34 grupos de padres y madres de 16
países): “No queda tiempo. El cambio climático ya no es una amenaza en ciernes.
Es una crisis existencial cuyo impacto ya estamos sintiendo, desde sequías extremas
en Honduras, incendios forestales devastadores en California o el blanqueo de
los corales en Australia, hasta la creciente intensidad de tifones en Filipinas
y las islas del Pacífico, olas de calor históricas en Japón y las trágicas
inundaciones recientes en Mozambique. Naciones Unidas calcula que entre 250 y
1000 millones de personas se convertirán en refugiados climáticos en los
próximos cincuenta años (…). El movimiento global de Jóvenes por el Clima está
haciendo la parte más difícil: alzarse contra la inercia del sistema actual
para proteger no sólo su futuro sino también el nuestro. Nuestros hijos e hijas
nos han dado el impulso. Responder a este impulso es nuestra responsabilidad
moral como adultos.” (“Familias por un futuro seguro, justo y limpio”, eldiario.es,3 de abril de 2019; https://www.eldiario.es/tribunaabierta/Familias-futuro-seguro-justo-limpio_6_884421575.html
)
[7] En el capítulo 10 de mi
libro La habitación de Pascal (Ensayos
para fundamentar éticas de suficiencia y políticas de autocontención)
(Catarata, Madrid 2009), titulado “Sobre socialidad humana y sostenibilidad”,
argumenté que dos de los deseos básicos de los seres humanos (bienestar
personal y potencia de obrar) pueden actuar intensamente contra nuestras
perspectivas de sostenibilidad. Para contrarrestar estas tendencias –que,
extremadas, desembocan en un nada improbable colapso donde se combinarían
ecocidio y una suerte de antropocidio-- habría que apoyarse sobre todo en otro
deseo fundamental, en de vínculos sociales, tratando de reforzar y enriquecer
la socialidad básica del ser humano.
Un
autor contemporáneo que explora la fuerza de lo comunitario es Sebastian Junger
(en Tribu, Capitán Swing 2016).
Comentando este libro, y resumiendo una de sus tesis, Manuel Jabois escribía: “Cuando la moderna sociedad estadounidense invadía un
mundo, el de los indios, que no había mejorado tecnológicamente en 15.000 años,
se encontró con que los prisioneros preferían quedarse en las tribus cuando
eran rescatados. Franklin escribió que a pesar de educar a un niño indio y
habituarle a sus costumbres, si se le dejaba cinco minutos con sus parientes no
volvía. Un emigrante escribió en 1782: ‘Miles de europeos son indios, y no
tenemos un ejemplo de que indio haya elegido convertirse en europeo’…”
(“Tribu”, El País, 25 de enero de
2017; http://elpais.com/elpais/2017/01/24/opinion/1485280565_272926.html
). En una jugosa entrevista Junger lo explicaba así: “Un amigo vivió un
año escondido en unas cuevas de las montañas cuando los alemanes entraron en su
pueblo. Eran unas 150 personas. Juntas buscaban comida. Los nazis no sabían que
estaban ahí. El abuelo de mi amigo dice que fue el mejor momento de su vida y
siempre le ha pesado que terminara. También fue obviamente el peor momento de
su vida. ¿Cómo se explica eso? Mi libro trata de explicar esta contradicción…”
(Sebastian Junger: “Competir con un grupo rival nos hace sentir bien”, El País, 11 de junio de 2017; http://cultura.elpais.com/cultura/2017/06/09/actualidad/1497007904_425225.html
).
[8] William Morris, La Era del Sucedáneo y otros textos contra
la civilización moderna, Pepitas de Calabaza, Logroño 2016, p. 77.
[9] Como ha señalado Manfred
Linz, “debemos describir el bienestar como un
compuesto de tres elementos: riqueza en bienes, riqueza en tiempo y riqueza
relacional. La riqueza en bienes y
la riqueza en tiempo no precisan de demasiada aclaración. La riqueza o
bienestar relacional se orienta al espacio social donde me muevo, e intenta
lograr situaciones en las cuales me sienta acogido, reconocido; situaciones en
las que las relaciones sociales sean satisfactorias y tenga para esas
relaciones atención y tiempo suficiente. El aspirar a cada vez más bienes, a
cada vez más cantidades de todo lo que me pueda permitir, suele ir en
detrimento del tiempo libre y de las relaciones logradas. Y cuando me importa
demasiado lo que desearía poseer, eso menoscaba la satisfacción derivada de
disponer de mi propio tiempo y vincularme con otras personas.” Manfred Linz en
Jorge Riechmann (coord.), Vivir (bien)
con menos, Icaria, Barcelona 2007, p. 12.
[10] “Según el sociólogo (de
la vida cotidiana) Michel Maffesoli, siempre ha existido, insistido y resistido
una socialidad del sur. Una socialidad
difusa, sumergida y oculta, difícil de ver pero presente, capaz de rebelarse y
activarse si resulta amenazada. Una dinámica informal (formas de vínculo, de
pertenencia subjetiva, de hacer práctico) determinante en la vida diaria, como
substrato o ‘manto freático’ de la existencia colectiva.
¿En
qué consiste esta socialidad del sur? En primer lugar, es un impulso vital,
a-racional. Una voluntad de vivir, un querer vivir. Pero no vivir de cualquier
modo, sino afirmando un tipo de vínculo, un tipo de existencia, una cierta idea
de felicidad: un estar-juntos antropológico. Es también un conjunto de saberes
y estrategias para reproducir esos vínculos, esas formas de vida.
Ese
‘sur’ se refiere original e históricamente a los países mediterráneos y
latinoamericanos, pero se convierte enseguida en la obra del autor en una
noción más movediza que apunta a ‘valores’ y ‘climas afectivos’ más que a una
localización geográfica. En ese sentido, hay ‘sur en el norte’, como también
hay ‘norte en el sur’. Colonia (vividora, alegre, habladora, proletaria) sería
el ‘sur’ en Alemania y la financiera Frankfurt, el ‘Norte’. Podemos entresacar
ahora cinco ‘valores’ (lo que vale) para esta socialidad del sur:
—en
primer lugar, el presente: la vida no se proyecta ‘hacia adelante’ (un
futuro de salvación, de perfección), sino que se afirma ‘ahora’. Esa cierta
despreocupación hacia el mañana no excluye (¿paradójicamente?) una obstinación
por reproducirse y durar. La temporalidad de la socialidad del sur es intensa y
no extensa, pero ella se empeña en ‘perseverar en su ser’.
—en
segundo lugar, el vínculo: La vida se da en continuidad con otros,
entramada con otros, enredada con otros. No solamente por necesidad, sino
también por el placer de compartir. El vínculo más apreciado es el vínculo
cercano, próximo, al alcance de la mano (lo táctil como valor). Este ‘aquí’ no
nos separa de lo que está ‘allí’ (lo lejano), sino al revés: a partir de lo que
vivimos ‘aquí’ nos puede resonar algo ‘allí’.
—en
tercer lugar, lo trágico: la asunción de la anarquía de lo que hay, de
lo que es. No se trata de ‘solucionar’ o ‘superar’ lo dado (incierto, oscuro,
múltiple), sino más bien de saber ‘componérselas’ con ello. Otra relación pues
con el mal, el riesgo o la muerte, que no son algo a erradicar (según las
lógicas imperantes del control, la securización y la previsibilidad total),
sino un costado de la vida (y también pueden ser fuerza, palanca, si nos
sabemos componer).
—en
cuarto lugar, lo dionisíaco: no la vida encerrada en uno mismo (trabajo,
éxito, progreso), sino la vida ‘extática’ que busca salir de sí a través del
goce del cuerpo, el gusto por la máscara y el disfraz (las apariencias), la
fusión con el otro en las celebraciones colectivas (musicales, deportivas,
religiosas), etc. Exceso, derroche, vértigo, entrega, destrucción: lo
‘dionisíaco’ son tanteos con la alteridad.
—por
último, el doble juego: no la pasión por lo recto, lo frontal y lo
explícito, sino por el desvío, la astucia, el apaño, el rebusque, la brega, la
duplicidad, el disimulo, el juego con la ley y la norma, las estrategias
informales de conservación y supervivencia (mía y de los míos). No la pasión
por corregir y enderezar, sino por sortear, regatear, driblar y burlar.” Amador
Fernández Savater, “Una vida que se basta a sí misma: la revancha de los valores del sur”, eldiario.es, 30 de junio de 2017; http://www.eldiario.es/interferencias/capitalismo-crisis-revolucion_cultural_6_660094029.html
[11] Continúa el sociólogo y
filósofo alemán: “Las experiencias de conexión siempre tienen una calidad
transformadora. La mala vida es una vida alienada, puedes tener mucho dinero y
relaciones, pero si pierdes la resonancia, acabas quemado. (…) Cuando en las encuestas preguntamos a la
gente cuál fue la última vez que se sintió feliz, suele contarnos una historia
que acaba con “...eso realmente me emocionó”: conectividad. (…) En el mundo
moderno neoliberal no existe ningún refugio en el que podamos decir “ya tengo
suficiente”. En cuanto permaneces en el mismo peldaño te vas para abajo,
pierdes tu posición. (…) La energía que mueve esa enorme rueda proviene del
propio sistema, pero también de nosotros. Hay que comprender cómo funciona el
capitalismo. (…) Nuestro deseo básico
de conexión se ha enmascarado en un deseo de bienes y objetos. Quiero un móvil
para estar conectado con mis amigos, pero acabo atrapado en el consumo del
último modelo, por eso los objetos siempre nos decepcionan. (…) Así funciona el
capitalismo: hemos de sentirnos lo suficientemente decepcionados para no estar
satisfechos, pero no lo suficiente como para dejar de comprar. Si lo entiendes,
podrás hacer algo al respecto…” Hartmut Rosa, “La sociedad moderna
necesita crecer para permanecer igual”, entrevista en La Vanguardia, 3 de mayo de 2016; http://www.lavanguardia.com/lacontra/20160503/401523102929/la-sociedad-moderna-necesita-crecer-para-permanecer-igual.html
En otra entrevista, este
sociólogo alemán declara que “necesitamos una nueva concepción de qué es vivir
bien, una visión más cultural. Sólo podemos llevar esto a cabo de forma
colectiva. Creo que el gran error de nuestra era es la firme creencia de que el
crecimiento, la aceleración y la innovación hacen la vida mejor. En muchos sentidos, nos hacen cada vez
más miserables. Así que pensemos en ello de otra forma: creo que podemos
determinar el punto en el que el crecimiento perpetuo conlleva la alienación
-de la gente, de los lugares, de las cosas, de nuestras actividades, de
nuestros cuerpos, etc. El opuesto a esta alienación es, creo yo, la resonancia. Somos
felices cuando sentimos que el mundo resuena con nosotros: cuando responde y vibra
a nuestro contacto. Tenemos este tipo de experiencias cuando
interactuamos con los demás, pero también gracias al arte, la música, la
naturaleza, el océano o las montañas, y para mucha gente, también gracias a la
religión. Pero en cada caso la resonancia sólo puede desarrollarse cuando
gozamos del tiempo necesario para que cada uno pueda hacer suyos los lugares,
los libros, la gente. Así, al final, podemos re-conquistar el mundo, y
obtendremos una vida mejor para todos. Esa es, al menos, mi visión” (“Cuanto
más rápido vivimos, menos tiempo tenemos”, entrevista en El Confidencial, 17 de marzo de 2012; http://www.elconfidencial.com/alma-corazon-vida/2012-03-17/cuanto-mas-rapido-vivimos-menos-tiempo-tenemos_501839/
).
[12] Y mi difunta tía
Enriqueta, cuando tenía reunidos en torno a sí a sus seres queridos, en la
sobremesa de una buena comida: “Qué bien se está cuando se está bien…”
[13] Nick Cooney, Cambio en el corazón –Cómo puede enseñarnos
la psicología a generar el cambio social, Plaza y Valdés, Pozuelo (Madrid)
2015, p. 108.
Escribe
en Twitter Kata Nylen, una psicóloga sueca que trabaja sobre cambio climático:
“Encontrar sentido [meaningfulness]
es un impulso básico en la especie humana. Y especialmente cuando estamos
luchando por la supervivencia existencial. El sentido, y la sensación de
pertenencia a un grupo que nos da validación social, parece ser lo que hace que
las personas sobrevivan en las situaciones más horribles. (…) Lo que las
personas obtienen de la acción climática colectiva es validación social,
sentido y sensación de pertenencia. Y como resultado de todo ello, sentimientos
de empoderamiento y herramientas para hacer frente a la ira, la vergüenza, la
culpa, el dolor o la desesperanza. Por lo tanto, no necesariamente la acción
climática ha de estar motivada en primera instancia por la idea de que podemos
salvar este planeta. También puede ser una forma de manejar las emociones
relacionadas con las preocupaciones sobre el cambio climático y una forma de
resiliencia. Estamos ante algo devastador que resulta casi imposible de
imaginar. Y necesitamos un gran movimiento social para poder encontrar sentido
en esta situación. La acción colectiva es la forma más efectiva de crear este
movimiento social.” https://twitter.com/KataNylen/status/1097916908161122304
Jorge Riechmann. Otro fin del mundo es posible, decían los compañeros. Sobre transiciones ecosociales, colapsos y la imposibilidad de lo necesario. MRA Ediciones. 2019
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