Quisiera
haberle preguntado:
¿Cómo
se une la materia a su forma?
Entonces
llegué a Jyväskylä, al fin me veía
en
sus objetos, entre sus objetos
y
junto a la maqueta de la Villa Mairea como un Duino
y
junto a los paneles ondulantes del pabellón finlandés,
nada
me unió nunca tanto a la arquitectura
a
su espejo
como
la poética de esos materiales, y no me refiero a ningún arquitecto
metido a poeta, tampoco a ningún poeta metido a arquitecto,
calculando aburridas oquedades del idioma,
sino
a la cerámica y a la madera, al ladrillo y al hormigón,
al
vidrio que va envejeciendo, expuesto, al armazón que se tramó
en
una idea,
en
un paisaje,
en
un dibujo que se levanta de la tierra como un milagro
sin
clasicismo, pero en movimiento,
que
atravesó toda Europa
y
fue Europa
en
todo lo que levantaba del suelo como un milenio
cuando
iba
de Madrid a Barcelona por aquella Nacional II que reseguía el mismo
camino que habían seguido los antiguos para salvar la altura entre
la Meseta y el valle del Ebro,
como
el viaje de Aalto a España en 1951,
que
hizo ese mismo camino, pero al revés, mirando los pueblos
abandonados que se asomaban a la carretera y las ermitas en lo alto,
porque
España no era ni ha sido nunca herreriana,
a
pesar de sus gobernantes y de las eternas disquisiciones sobre
gotosos y prostáticos,
sino
camino polvoriento por en medio del despoblado
hervidero
yermo
ruinas
y,
tan solo se salva
una
casa de labranza, ahora echada a perder.
Agustín Calvo Galán. Y habré vivido. La Garúa, 2019
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