Platero, yo fui uno de
los últimos niños de Moguer que fue a “La Miga”. La Miga que yo conocí no
estaba, como la de Juan Ramón, en la Plaza de las Monjas, dentro del convento
de Santa Clara, aunque, casi cien años después muy pocas cosas habían cambiado
en la escuela que, desde el jardín de infancia, era el primer contacto de los
niños con castigos, maltrato, palizas, gamberradas y crueldades de todo jaez
que se ejercían como disciplina por el maestro y se repetían, naturalizadas
como comportamiento habitual, entre los alumnos. Qué suerte tuviste cuando Juan
Ramón, sabiendo todo esto, te libró de las burlas, los ultrajes y los excesos
de esos animales que se dicen racionales.
Años
después, leyendo tu libro, pregunté a Antonio Rodríguez Almodóvar, qué podía
significar “La Miga”. Según él, esta palabra esconde una contracción de “la
amiga”, la (a)miga, tal vez porque era el sitio donde se hacían los primeros
amigos, fíjate qué contradicción… pero yo pienso que tal vez fuera porque la
miga es un trocito pequeño de pan como los niños son trozos pequeños del
hombre, o porque la miga es la parte
blanca, luminosa y esponjosa del pan, igual que lo son los niños hasta que, en
el tránsito a la madurez, la vida los va oscureciendo, desengañando y haciendo
duros de corazón.
Tal
vez el nombre venga porque allí, en “La Miga”, recibía uno los primeros
alimentos de la instrucción, el a, b, c… las cuentas y los palotes… Yo, si te
digo la verdad, debía ser tan pequeño que si aprendí algo no recuerdo nada.
Sólo que un día mi madre cogió una sillita baja de enea que me había comprado y
me llevó de la mano por la calle Carretería hasta la casita de dos hermanas
poyetonas que hacían las veces de maestras en la plaza de la Iglesia. A una la
recuerdo envuelta en un halo de bondad, siempre solícita a prestarme atención y
auxilio. Era delgada y bien parecida. La otra, gorda y hombruna, daba clase a
los mayores. A ésta la recuerdo huraña, gritona y antipática, era mejor
mantenerte a distancia si querías conservar intactas las patillas, las manos o
las orejas. Fíjate, qué ingrata es la memoria, por más esfuerzos que hago sólo
recuerdo el nombre de ésta a quien todos teníamos verdadero pavor mientras que
la otra, en nombre y figura, se ha diluido en el azúcar del tiempo. Ambas
vestían hábito de la Virgen de Montemayor, un traje blanco con un cordón rojo
que solían vestir hombres y mujeres como promesa. ¿Qué les habrían pedido ellas
a la Virgen, un novio?
Los
más pequeños éramos tarea de la maestra bondadosa. En el segundo portal de la
casa no había mesas, solo teníamos la silla que cada uno había traído de su
casa y que con el tiempo se convirtieron en nidos de chinches que nos llenaban
las nalgas de ronchones. No recuerdo que hacíamos allí, si hacíamos algo,
aparte de rezar el Padre Nuestro y cantar el Credo como autómatas, ajenos al
sentido de aquellas palabras terribles y absurdas. Recuerdo pasar mucho rato
sentado y que, llegada cierta hora, se nos permitía comprarles a ellas mismas
unos pequeños cartuchitos de Cola-Cao que comíamos chupando regaliz. Años
después volví a ver la casa abierta, porque todavía se conserva igual que
entonces, y me asombré de lo pequeña que era y de cómo pudimos tantos niños
convivir allí adentro.
Poco
antes de ir a la escuela pública, recién construida en la Friseta, me pasaron
al tercer portal, donde la maestra hosca tenía un aula de las de entonces, con
mesas, sillas, libros, pizarra… también
recuerdo que un día salí a la pizarra… ¿pero, para qué? La memoria lo confunde
todo y mi mirada se pierde por el corral que estaba al fondo, lleno de matas
verdes y amarillas, buscando, como entonces, la libertad que también habían
robado a los adultos en la calle.
Antonio Orihuela. Ruido Blanco. Ed. La Vorágine, 2018
Regaliz, altramuces, algarroba en polvo, pipas... y hostias, muchas hostias, tremendas ruedas de molino doctrinal... y aquel hedor a pasado rancio, oscuro y coagulado... espantosamente sin pecado concebido...
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