Igualmente, los
derechos de autor se pueden ver como el instrumento legal que asegura los
derechos patrimoniales de un creador sobre su obra, regulando la copia y
difusión de la misma o bien como otro obstáculo más a la libre difusión si
hacemos nuestra la tesis de que nada hay de original en la creación artística,
ya que toda obra es remezcla, mestizaje, cruce, traducción, préstamo y puesta
al día de obras creadas en el pasado y reinterpretadas cada vez en el presente.
No desvelamos nada. En
los cuadros de Rembrandt, Frans Hals, Jan Brueghel, Rubens o Jacob van Ruisdael
es difícil saber dónde termina la mano del maestro y empieza la de sus
discípulos.
Sería absurdo pues
otorgar a sus creadores, intérpretes y productores derechos de exclusividad
sobre una creatividad que no solo surge de los saberes socialmente compartidos
sino que más aún, solo es posible y comprensible en la medida que se inscribe
en un imaginario común, forjado por experiencias compartidas que no vienen
dadas ni por la naturaleza ni por lo biológico, sino que han sido fruto del
constante adiestramiento en lo social y por tanto, forman parte del dominio
público. Paradójicamente, en este debate tendríamos que reconocer a la
corporación Disney entre las abanderadas en la lucha para que los derechos
patrimoniales del autor, lejos de limitarse como ocurre en la actualidad, sean
considerados a título de perpetuidad y no tengan una fecha de caducidad a
partir de la cual pasen a dominio público. Algo chocante si tenemos en cuenta
cómo se construyó esta maquinaria de colonización del imaginario infantil que
ha llegado a ser la compañía de dibujos animados más poderosa del mundo. El
mismo Walt Disney no sólo terminó apropiándose del ratón Mickey, que en realidad
era obra de su compañero de estudio Ubbe Iwerks, al
que le había robado la idea en 1928, fechoría a la que los Simpson
dedicaron un rocambolesco homenaje en un capítulo absolutamente memorable
protagonizado por el "autor" Roger
Meyers Sr. y el indigente Chester
Lampwick; sino
que cualquiera que haya visto Fantasía puede
descubrir en ella el influjo del arte japonés y la presencia insoslayable del
arte expresionista alemán, con abundantes referencias al El Gabinete del doctor
Caligari; igualmente ocurre con El
Doctor Loco que es una copia en dibujos animados de Frankenstein o La tienda de
los animales que lo es de King Kong.
En La Bella Durmiente Disney saquea
las salas de las pinacotecas europeas dedicadas al romanticismo, los
prerrafaelistas y el gótico primitivo; y no mejor suerte corrieron las fábulas
de Esopo o La Fontaine, los ilustradores del siglo XIX o los cuentos de Grimm (Blancanieves, Cenicienta, El gato con botas). Ni un duro pagó en derechos de
autor este admirador de Hitler y amigo de Mussolini por Peter Pan, El libro de la selva, Alicia, Pinocho o 20.000 leguas de viaje submarino, y
después de su muerte las cosas lejos de mejorar no han hecho más que sacar a la
luz clamorosos refritos como el Aladdin
de Las Mil y una noches, cuando no plagios
puros y duros, en el caso de Atlantis
que es un calco del comic nipón Nadia o
el secreto del agua azul o El Rey
León, en realidad un plagio del libro de Osamu Tezuka que treinta años
antes había dado a la imprenta el cómic titulado Kimba el león blanco, que si apuramos también podría considerarse
un refrito de El Rey Lear de
Shakespeare al hoy se le discute la autoría de esta obra.
Antonio Orihuela. Palabras raptadas. Ed. Amargord, 2014
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