documentos de pensamiento radical

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martes, 9 de septiembre de 2014

EL LENGUAJE SECUESTRADO (IV)




La Guardia Civil se puede ver como el primer cuerpo de seguridad pública de ámbito nacional que actuó en España con la misión primordial de proteger el libre ejercicio de los derechos y libertades de los españoles y garantizar la seguridad ciudadana, bajo la dependencia del Gobierno de la Nación o bien como otro episodio más de la socialización de pérdidas y privatización de beneficios al que el capitalismo nos tiene tan acostumbrados. En este caso, la creación de la Guardia Civil por parte del Gobierno en 1844 se justifica por la necesidad de solventar el grave problema de seguridad pública que, según ellos, existía en las zonas rurales. ¿Pero, cuánto hay de verdad en esto? A las tímidas medidas reformistas que se van sucediendo entre el reinado de Carlos III y la segunda Guerra Carlista por colocar a España en la modernidad capitalista, la nobleza territorial, cuya concepción de España no iba más allá de la su cortijo, reaccionó cerrando filas para preservar sus privilegios a través de una sabia mezcla de victimismo, compensación de agravios ante las medidas que le perjudicaban y violencia organizada. Esta última materializada a través del sostenimiento de pequeños grupos armados a su servicio, destinados no sólo a guardar el orden en sus extensas propiedades, cortijos y aldeas; también tenían por misión asustar a los alcaldes de los pueblos que no respetaran su jurisdicción y quisieran ir por libre, secuestrar competidores, extorsionar rivales, arrimar disidentes a sus causas e intereses y disuadir a los jornaleros hambrientos de asaltar sus propiedades, ejercer la rebusca en trigales u olivos, dedicarse a la caza furtiva o romper los vínculos vasalláticos que los adscribía a la tierra igual que en la Edad Media. Como el mantenimiento de esta cuadrilla, ociosa, levantisca, sediciosa y en la mayoría de los casos reclutada a base de elementos marginales de la sociedad, resultaba caro, y la generosidad de los terratenientes tenía sus límites, los mismos patronos también hacían la vista gorda, u ofrecían protección e inmunidad cuando por su cuenta y riesgo estas partidas cometían todo tipo de excesos o recurrían al lucrativo negocio del contrabando o el asalto de diligencias como forma de completar sus ingresos, eso sí, siempre fuera de la jurisdicción del señor al que servían. Obviando su auténtica función y naturaleza mafiosa, será este segundo tipo de actividades las que recogerá y exaltará la historiografía romántica dando carta de naturaleza al complejo fenómeno del bandolerismo. En lo que aquí nos interesa, esta alianza estratégica entre la oligarquía agraria y una parte del lumpemproletariado se fortalece con la guerra de la independencia hasta el punto que muchos de ellos serán redimidos por la sangre y se quiebra años después, cuando a cambio de su  encuadramiento en el Estado Nación la oligarquía rural recibe como contrapartida la creación de  la Guardia Civil. Así pueden dejar de contribuir con su patrimonio al sostenimiento de esas mesnadas que aseguraban su poder y su dominio sobre el medio rural, tareas en las que la Guardia Civil los viene a sustituir con indudables ventajas. A través de los impuestos estatales, los que han de ser vigilados y controlados serán entonces los que asuman el coste de su vigilancia y control. To lo tienen preparao/ los civiles en los cortijos;/ por eso matan a los obreros/ para agradar a los ricos, denunciarán cantando bulerías por soleá los flamencos más conscientes, aunque bien es verdad, como recoge Andrés Martínez de León en su libro de 1938, Oselito extranjero en su tierra, que incluso antes de que existiera la Guardia Civil, “nunca ha faltado quien le pegue un tiro a un pobre hambriento en defensa del amo”.
Con la pérdida paulatina de sus apoyos, el bandolero enaltecido por los viajeros y escritores románticos comienza su lenta transformación; en el último cuarto del siglo XIX ya no es más que un vulgar delincuente. Disfrazados con camisa azul y protegidos por la retórica fascista volverán a hacer su aparición en el verano de 1936, cuando de nuevo las tareas de “saneamiento social”  exigidas por la oligarquía caciquil se hayan vuelto tan urgentes como ingentes en las zonas controladas por los sublevados, pero eso es otra historia.
La Mano Negra la podemos seguir considerando como aquella organización anarquista, secreta y violenta que actuó en área de Jerez de la Frontera a finales del siglo XIX, asesinando, destruyendo cosechas e incendiando edificios o bien considerarla en su justo término como otro montaje policial más, en este caso para incriminar y desbaratar el potente movimiento obrero que se estaba fraguando en el campo andaluz al calor tanto de la extensión de la Federación de Trabajadores de la Región Española (FTRE), de corte anarco-colectivista, creada en 1881, como de la pésima situación que viven los jornaleros del campo. Así, al asesinato de un campesino en 1882, las fuerzas del orden respondieron con una oleada represiva que llevó a la cárcel durante meses a más de seis mil personas en toda Andalucía, de ellas, dos mil en Cádiz y tres mil en Jerez, que sigue con multitud de torturas, palizas y vejaciones, y concluye con diez cadenas perpetuas y  siete asesinatos tras una farsa judicial escandalosa donde, una vez más, se dieron la mano la judicatura, las fuerzas del orden y la prensa, todos ellos al servicio de los intereses de los grandes terratenientes de la zona.
Cincuenta y dos años después del crimen legal, durante el golpe de Estado militar, los descendientes de dos de los asesinados, los hermanos Corbacho, constataron hasta qué punto la derecha jerezana podía dilatar su sed de sangre a la hora de volver a colocar a los obreros en el lugar que, según ellos, les correspondía, bajo su yugo o en las fosas comunes.
¿Pero qué es lo que en realidad estaba en juego en esta guerra social donde los de abajo intentaban, organizándose, cambiar su penosa realidad de abusos y miseria? Bastaría echar una ojeada a los datos del catastro para ver cómo, a finales del siglo XIX, el 42% de las tierras de España pertenecen a algo más de cien familias. La Iglesia, por su parte, conserva otro 20%; a ambas habría que sumarle un sinfín de propiedades inmobiliarias. En un país con más de 18 millones de habitantes, esta minoría acapara más de los dos tercios de toda la riqueza del país. Al otro lado, en su extremo, una masa de obreros intenta desarrollar un sindicalismo moderno que expresase sus reivindicaciones, y que, concentrados sobre todo en la mitad sur peninsular, encadenan, entre 1878 y 1905, un motín tras otro en su lucha por cambiar sus condiciones de vida.  La alarma entre los terratenientes de la baja Andalucía por la creciente conflictividad que las organizaciones campesinas estaban promoviendo a favor de los derechos de los trabajadores (salarios mínimos, fin del destajo, limitación de la jornada, repartos de tierra, etc.) será lo que ponga en marcha la maquinaria represora del Estado, maquinaria que, con las lógicas variantes y acomodo a los tiempos, continúa hoy vigente como bien saben los trabajadores del SAT.
Pero no todo lo explica la creciente conflictividad organizada de los obreros. También tendríamos que tener en cuenta que el sistema político caciquil que instaura la Restauración necesita de la docilidad y el beneplácito de los trabajadores para funcionar, para que las clases dominantes pudieran seguir haciendo su política libre por completo de injerencias obreras y donde se entendía que los derechos de estos no podían existir más que otorgados por la gracia y largueza de sus patronos, y para todo ello, para mantener a la masa en la más absoluta obediencia, nada mejor que tenerlos sometidos por el hambre. Incluso un gobernador civil, como Carlos Solsona, lo dejó así escrito en sus memorias sobre el campo andaluz, afirmando que el señorito andaluz no es avariento, que de hecho se puede gastar en una sola noche de juerga muchos miles de duros, “más, mucho más, que lo que pudiera importar la diferencia de jornales que tanto se discutió… el propietario andaluz no es tacaño. Lo que no quiere es que la gente de abajo se acostumbre mal. En este juego está la realidad de la vida en la campiña andaluza. Y uno piensa con tristeza que todo esto desgraciadamente no lo acaba más que la violencia”. La amenaza no está pues en lo que reivindican los trabajadores sino en el mismo hecho de que reivindican, porque es la reivindicación lo que pone en tela de juicio la autoridad suprema y absoluta de una oligarquía que se ve amenazada así en sus privilegios.
Pareciera que el proletariado agrario andaluz tiene, un siglo después, los mismos problemas, que por él no ha pasado el tiempo y, por supuesto, tampoco las reformas. Que aquella guerra abierta que se inició a finales del siglo XIX lo que ha ido haciendo es cambiar de intensidad en función de la energía que las organizaciones jornaleras han sabido o han querido imprimir a la lucha de clases, porque del otro lado, la burguesía rural sigue todavía hoy jugando las mismas cartas que hace un siglo: obstaculizar las vías legales e impedir el desarrollo de políticas reformistas que pudieran modificar su estatus, mantener, al fin, las muchas injusticias, desigualdades y abusos que se siguen dando en el campo andaluz.

Hace un siglo, las derivas de la guerra social se trataban en la prensa burguesa desde la exageración, la tergiversación y la manipulación constantes y, si venía al caso, desde el terror, en la idea de fomentar un estado de alarma social propicio a los intereses de la oligarquía caciquil y la Iglesia a la que servían, señalando, de paso, contra quién debían dirigirse las fuerzas represivas y, por otra parte, deteriorar la imagen de los colectivos obreros al punto de disuadir de ellos nuevas adhesiones, desprestigiarlos y denigrarlos  para aislarlos socialmente. Las campañas contra las acciones emprendidas por los sindicatos o contra personas vinculadas a ellos fueron el ingrediente básico de las noticias que la prensa burguesa ofrecía a sus lectores. Poco importaba que lo que se dijera fuera completamente falso, lo importante es que cumpliera con su función, que hicieran el mayor daño posible. Basta echar una ojeada a sus periódicos, no del siglo XIX, sino los de ahora, para constatar la saña con que se sigue persiguiendo al jornalero andaluz, tachado hasta la saciedad de vago, defraudador, subvencionado, tabernario, etc. Estamos ante la construcción interesada de una imagen que no sólo difama al obrero sino que, y esto es lo es más importante para la oligarquía, desacredita cualquier lucha que los jornaleros decidan emprender contra sus enemigos de clase, los  convierte automáticamente en un sujeto al que difícilmente podremos mostrarle nuestras simpatías, nuestra solidaridad y nuestro apoyo. La prensa burguesa tapa y ocluye al jornalero andaluz hasta el extremo que lo que sabemos de él en estos cien años es únicamente lo que la prensa burguesa nos ha contado sobre él. 

Antonio Orihuela. Palabras raptadas. Ed. Amargord, 2014

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