La Guardia Civil se
puede ver como el primer cuerpo de seguridad
pública de ámbito nacional que actuó en España con la misión primordial de proteger el
libre ejercicio de los derechos y libertades de
los españoles y garantizar la seguridad ciudadana, bajo la dependencia del
Gobierno de la Nación o bien como
otro episodio más de la socialización de pérdidas y privatización de beneficios
al que el capitalismo nos tiene tan acostumbrados. En este caso, la creación de
la Guardia Civil por parte del Gobierno en 1844 se justifica por la necesidad
de solventar el grave problema de seguridad pública que, según ellos, existía
en las zonas rurales. ¿Pero, cuánto hay de verdad en esto? A las tímidas medidas
reformistas que se van sucediendo entre el reinado de Carlos III y la segunda
Guerra Carlista por colocar a España en la modernidad capitalista, la nobleza
territorial, cuya concepción de España no iba más allá de la su cortijo,
reaccionó cerrando filas para preservar sus privilegios a través de una sabia
mezcla de victimismo, compensación de agravios ante las medidas que le
perjudicaban y violencia organizada. Esta última materializada a través del
sostenimiento de pequeños grupos armados a su servicio, destinados no sólo a
guardar el orden en sus extensas propiedades, cortijos y aldeas; también tenían
por misión asustar a los alcaldes de los pueblos que no respetaran su
jurisdicción y quisieran ir por libre, secuestrar competidores, extorsionar rivales,
arrimar disidentes a sus causas e intereses y disuadir a los jornaleros
hambrientos de asaltar sus propiedades, ejercer la rebusca en trigales u
olivos, dedicarse a la caza furtiva o romper los vínculos vasalláticos que los
adscribía a la tierra igual que en la Edad Media. Como el mantenimiento de esta
cuadrilla, ociosa, levantisca, sediciosa y en la mayoría de los casos reclutada
a base de elementos marginales de la sociedad, resultaba caro, y la generosidad
de los terratenientes tenía sus límites, los mismos patronos también hacían la
vista gorda, u ofrecían protección e inmunidad cuando por su cuenta y riesgo
estas partidas cometían todo tipo de excesos o recurrían al lucrativo negocio
del contrabando o el asalto de diligencias como forma de completar sus
ingresos, eso sí, siempre fuera de la jurisdicción del señor al que servían.
Obviando su auténtica función y naturaleza mafiosa, será este segundo tipo de
actividades las que recogerá y exaltará la historiografía romántica dando carta
de naturaleza al complejo fenómeno del bandolerismo. En lo que aquí nos
interesa, esta alianza estratégica entre la oligarquía agraria y una parte del
lumpemproletariado se fortalece con la guerra de la independencia hasta el
punto que muchos de ellos serán redimidos por la sangre y se quiebra años
después, cuando a cambio de su
encuadramiento en el Estado Nación la oligarquía rural recibe como
contrapartida la creación de la Guardia
Civil. Así pueden dejar de contribuir con su patrimonio al sostenimiento de
esas mesnadas que aseguraban su poder y su dominio sobre el medio rural, tareas
en las que la Guardia Civil los viene a sustituir con indudables ventajas. A
través de los impuestos estatales, los que han de ser vigilados y controlados
serán entonces los que asuman el coste de su vigilancia y control. To lo tienen preparao/ los civiles en los
cortijos;/ por eso matan a los obreros/ para agradar a los ricos,
denunciarán cantando bulerías por soleá los flamencos más conscientes, aunque
bien es verdad, como recoge Andrés Martínez de León en su libro de 1938, Oselito extranjero en su tierra, que
incluso antes de que existiera la Guardia Civil, “nunca ha faltado quien le
pegue un tiro a un pobre hambriento en defensa del amo”.
Con la
pérdida paulatina de sus apoyos, el bandolero enaltecido por los viajeros y
escritores románticos comienza su lenta transformación; en el último cuarto del
siglo XIX ya no es más que un vulgar delincuente. Disfrazados con camisa azul y
protegidos por la retórica fascista volverán a hacer su aparición en el verano
de 1936, cuando de nuevo las tareas de “saneamiento social” exigidas por la oligarquía caciquil se hayan
vuelto tan urgentes como ingentes en las zonas controladas por los sublevados,
pero eso es otra historia.
La
Mano Negra la podemos seguir considerando como aquella organización anarquista,
secreta y violenta que actuó en área de Jerez de la Frontera a finales del
siglo XIX, asesinando, destruyendo cosechas e incendiando edificios o bien
considerarla en su justo término como otro montaje policial más, en este caso
para incriminar y desbaratar el potente movimiento obrero que se estaba
fraguando en el campo andaluz al calor tanto de la extensión de la Federación
de Trabajadores de la Región Española (FTRE), de corte anarco-colectivista, creada
en 1881, como de la pésima situación que viven los jornaleros del campo. Así,
al asesinato de un campesino en 1882, las fuerzas del orden respondieron con
una oleada represiva que llevó a la cárcel durante meses a más de seis mil
personas en toda Andalucía, de ellas, dos mil en Cádiz y tres mil en Jerez, que
sigue con multitud de torturas, palizas y vejaciones, y concluye con diez
cadenas perpetuas y siete asesinatos
tras una farsa judicial escandalosa donde, una vez más, se dieron la mano la
judicatura, las fuerzas del orden y la prensa, todos ellos al servicio de los
intereses de los grandes terratenientes de la zona.
Cincuenta
y dos años después del crimen legal, durante el golpe de Estado militar, los
descendientes de dos de los asesinados, los hermanos Corbacho, constataron
hasta qué punto la derecha jerezana podía dilatar su sed de sangre a la hora de
volver a colocar a los obreros en el lugar que, según ellos, les correspondía,
bajo su yugo o en las fosas comunes.
¿Pero
qué es lo que en realidad estaba en juego en esta guerra social donde los de
abajo intentaban, organizándose, cambiar su penosa realidad de abusos y
miseria? Bastaría echar una ojeada a los datos del catastro para ver cómo, a
finales del siglo XIX, el 42% de las tierras de España pertenecen a algo más de
cien familias. La Iglesia, por su parte, conserva otro 20%; a ambas habría que
sumarle un sinfín de propiedades inmobiliarias. En un país con más de 18
millones de habitantes, esta minoría acapara más de los dos tercios de toda la
riqueza del país. Al otro lado, en su extremo, una masa de obreros intenta
desarrollar un sindicalismo moderno que expresase sus reivindicaciones, y que,
concentrados sobre todo en la mitad sur peninsular, encadenan, entre 1878 y
1905, un motín tras otro en su lucha por cambiar sus condiciones de vida. La alarma entre los terratenientes de la baja
Andalucía por la creciente conflictividad que las organizaciones campesinas
estaban promoviendo a favor de los derechos de los trabajadores (salarios
mínimos, fin del destajo, limitación de la jornada, repartos de tierra, etc.)
será lo que ponga en marcha la maquinaria represora del Estado, maquinaria que,
con las lógicas variantes y acomodo a los tiempos, continúa hoy vigente como
bien saben los trabajadores del SAT.
Pero
no todo lo explica la creciente conflictividad organizada de los obreros.
También tendríamos que tener en cuenta que el sistema político caciquil que
instaura la Restauración necesita de la docilidad y el beneplácito de los
trabajadores para funcionar, para que las clases dominantes pudieran seguir
haciendo su política libre por completo de injerencias obreras y donde se
entendía que los derechos de estos no podían existir más que otorgados por la
gracia y largueza de sus patronos, y para todo ello, para mantener a la masa en
la más absoluta obediencia, nada mejor que tenerlos sometidos por el hambre.
Incluso un gobernador civil, como Carlos Solsona, lo dejó así escrito en sus
memorias sobre el campo andaluz, afirmando
que el señorito andaluz no es avariento, que de hecho se puede gastar en una
sola noche de juerga muchos miles de duros, “más, mucho más, que lo que pudiera
importar la diferencia de jornales que tanto se discutió… el propietario
andaluz no es tacaño. Lo que no quiere es que la gente de abajo se acostumbre mal. En este juego está la
realidad de la vida en la campiña andaluza. Y uno piensa con tristeza que todo
esto desgraciadamente no lo acaba más que la violencia”. La amenaza no está
pues en lo que reivindican los trabajadores sino en el mismo hecho de que
reivindican, porque es la reivindicación lo que pone en tela de juicio la
autoridad suprema y absoluta de una oligarquía que se ve amenazada así en sus
privilegios.
Pareciera
que el proletariado agrario andaluz tiene, un siglo después, los mismos
problemas, que por él no ha pasado el tiempo y, por supuesto, tampoco las
reformas. Que aquella guerra abierta que se inició a finales del siglo XIX lo
que ha ido haciendo es cambiar de intensidad en función de la energía que las
organizaciones jornaleras han sabido o han querido imprimir a la lucha de
clases, porque del otro lado, la burguesía rural sigue todavía hoy jugando las
mismas cartas que hace un siglo: obstaculizar las vías legales e impedir el
desarrollo de políticas reformistas que pudieran modificar su estatus,
mantener, al fin, las muchas injusticias, desigualdades y abusos que se siguen
dando en el campo andaluz.
Hace
un siglo, las derivas de la guerra social se trataban en la prensa burguesa
desde la exageración, la tergiversación y la manipulación constantes y, si
venía al caso, desde el terror, en la idea de fomentar un estado de alarma
social propicio a los intereses de la oligarquía caciquil y la Iglesia a la que
servían, señalando, de paso, contra quién debían dirigirse las fuerzas
represivas y, por otra parte, deteriorar la imagen de los colectivos obreros al
punto de disuadir de ellos nuevas adhesiones, desprestigiarlos y
denigrarlos para aislarlos socialmente.
Las campañas contra las acciones emprendidas por los sindicatos o contra
personas vinculadas a ellos fueron el ingrediente básico de las noticias que la
prensa burguesa ofrecía a sus lectores. Poco importaba que lo que se dijera
fuera completamente falso, lo importante es que cumpliera con su función, que
hicieran el mayor daño posible. Basta echar una ojeada a sus periódicos, no del
siglo XIX, sino los de ahora, para constatar la saña con que se sigue
persiguiendo al jornalero andaluz, tachado hasta la saciedad de vago,
defraudador, subvencionado, tabernario, etc. Estamos ante la construcción
interesada de una imagen que no sólo difama al obrero sino que, y esto es lo es
más importante para la oligarquía, desacredita cualquier lucha que los
jornaleros decidan emprender contra sus enemigos de clase, los convierte automáticamente en un sujeto al que
difícilmente podremos mostrarle nuestras simpatías, nuestra solidaridad y
nuestro apoyo. La prensa burguesa tapa y ocluye al jornalero andaluz hasta el
extremo que lo que sabemos de él en estos cien años es únicamente lo que la
prensa burguesa nos ha contado sobre él.
Antonio Orihuela. Palabras raptadas. Ed. Amargord, 2014
No hay comentarios:
Publicar un comentario