Frente a la vulgata
marxista, los anarquistas tenían claro que de nada valía
transformar la infraestructura esperando que de ella emanase una
superestructura nueva, porque o bien ambas se modifican a la vez,
incluso adelantándose uno, desde lo personal, en su propia
transformación ideológica, o bien las viejas formas de vida, en su
asombrosa consistencia, llegan a neutralizar, socavar y finalmente
dar al traste con las nuevas estructuras conquistadas cuando lo
indiscutible no se pone en duda, es decir, cuando la propiedad
privada se vive y se piensa como natural y cuando el trabajo y la
cultura se viven como esferas escindidas.
Y
es que a la Anarquía se la puede temer por los que la traducen en
caos, falta de autoridad y gobierno, pero también se la puede
mitificar como la situación social donde falta el comienzo (arché),
el principio; donde el mando y la ley han sido desterrados y todo
puede comenzar entonces como posibilidad; donde los materiales
históricos se resisten a una lectura lineal y positiva porque la
ausencia de autoridad impide cualquier relato de poder o, lo que es
lo mismo, hace de cualquier relato un relato con el mismo estatus que
otro, pues ninguna resistencia encuentra para ello ni ninguna
institución impide que suceda tal cosa. Estamos pues ante un orden
superior a cualquier otro, un orden que no tiene que recurrir a la
violencia, la represión, la censura o la opresión porque este orden
tiene que ser descubierto y puesto en práctica por cada individuo de
la única manera que los anarquistas conocen, es decir, viviéndolo
como resultado del rechazo de toda dominación y negando cualquier
modelo de conocimiento preestablecido.
Antonio Orihuela. Palabras raptadas. Ed. Amargord, 2014
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