SÍNDROME DE DIÓGENES
Fuimos los pensionistas.
Vivimos nuestro particular holocausto.
De repente, nos sorprendimos acumulando vuestra basura, de la que os urgía deshacerse para que las estadísticas salieran como mandan los cánones.
Fuimos el sostén de las familias que fueron tropezando durante mucho tiempo.
Cuidamos a nuestros hijos.
Y a los hijos de nuestros hijos.
Y a los hijos que nuestros hijos heredaron de otros matrimonios desquebrajados.
Y a nuestros yernos.
Y a nuestras nueras.
Cambiamos nuestras dietas por contentarlos.
Hacíamos ejercicio en los parques para pasearles los perros.
En nombre de las obligaciones morales que provoca el único amor imperecedero.
En nombre del hambre y de la vergüenza.
Renunciamos a la felicidad del descanso.
Dilapidamos nuestras herencias en las panaderías y los supermercados.
Vendimos los nichos.
Aceptamos el final de una fosa común a cambio de unos litros de gasolina.
Volvimos a estudiar porque éramos emprendedores.
Con habilidad de cirujano, el Gobierno fue arrebatándonos los goteros, la morfina, el Sintrom, los analgésicos, las ambulancias, las máscaras de oxígeno, las camillas, los pasillos, el derecho a quejarnos de los dolores en los transportes públicos, la Memoria histórica, la memoria intrahistórica.
Pagábamos por envejecer.
Envejecíamos más con cada subida de impuestos.
Era el único carrusel en el que dejaba montarnos el Ministerio de Sanidad de manera gratuita.
Pagábamos hasta por cederle el asiento a las embarazadas o jugar a la petanca en los aeropuertos abandonados.
Cuando llegó la carestía fuimos los primeros en ofrecernos al sacrificio.
Muchos quedamos exentos porque nuestros descendientes eran incapaces de pagar la cuota impuesta por saltar al vacío.
Saltábamos clandestinamente desde las azoteas de los centros comerciales.
Nuestros nietos lloraban, pero no lográbamos escuchar ese llanto asustado.
Nuestros hijos wasapeaban la caída y vendían nuestra carne en los mataderos ilegales.
Era preferible así.
Casi ninguno de nuestros órganos era válido para el contrabando.
Nuestras cenizas se acumulaban en las esquinas de los crematorios.
Esparcirnos, es obvio, suponía un suplemento.
Después nos sustituían por macetas o mascotas compradas en el mercado negro.
THE OTHER SIDE IS THE SAME SHIT
“El que derrota al monstruo / y ocupa
su lugar / se vuelve el monstruo”
José Emilio Pacheco
Entonces, dígame.
Estamos de acuerdo en eso, al menos.
Todo lo que usted me reprocha es a lo que aspira.
Forma mi patrimonio parte de sus sueños.
Repítame de nuevo, pues, si es usted tan amable,
En qué nos diferenciamos.
Eso mismo me había parecido a mí.
Ángel M. Gómez Espada. Los hijos de Ulises. Ed. Le tour, 1987.
contacto: letour1987 @hotmail.com
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