Aunque los perros te aterrorizaban, me conseguiste uno: un pastor alemán muy noble al que llamé King. La única condición era que tenía que estar atado cuando llegaras del trabajo. King era un hermano para mí: la fuerza que yo no tenía, la velocidad que yo no tenía, la valentía que yo no tenía, la lejanía que yo no tenía. Al poco comenzaste a golpearle sin que te diera motivos, quizás para demostrarnos que el único rey eras tú. Con el mango de la escoba, con la raqueta de tenis, con las botas de montaña, con la lata de las galletas rellenadas de tierra prensada, con un lío de cuerdas: le golpeabas con rabia y con angustia hasta que el sudor hacía que se te resbalara de la mano el arma que esa noche hubieras elegido. King aullaba y me miraba suplicante y atónito. Yo aullaba en silencio y vomitaba en un rincón oscuro del jardín. El perro, mi hermano, mordía la cadena hasta que las encías le sangraban y los dientes, despedazados, se le caían. En las heridas abiertas de su cabeza y de su cuerpo desovaban las moscas y bebían las garrapatas. Alrededor de su caseta siempre había manchas parduzcas de sangre seca que no borraban ni la lluvia ni la lejía. Un día envenené la comida de King para que no siguiera sufriendo. Luego pensé: por qué no habré echado el veneno en tu comida, padre.
Jesús Aguado. En Naciendo en otra especie. Antología de poesía Capital Animal. Ed. Plaza y Valdés, 2016. El poema pertenece a su libro Carta al padre, publicado por la Fundación José Manuel Lara.
Fotografía de Juan Sánchez Amorós
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