Algo intocable golpea los sentidos cuando se
abre la puerta en la calle que tiene nombre de pena, y el hedor de los orines,
la cerveza, los sudores trasnochados, el vino y las miserias humanas salen al
encuentro.
En el primer rincón de la izquierda,
olvidados de todos y por todos están: un campesino de piernas flojas que ronca
y babea un líquido amarillento; a dos pasos , los brazos rollizos y el rostro
de alguien se medio esconde bajo una cabellera clara y a su lado una mujer con
el vestido levantado hasta la ingle, también dormita, postrada, con la boca
abierta, sobre el respaldo de una silla. Después, la sucesión de imágenes rompe
con todo el orden posible y tan pronto se puede ver en el centro de la pista: a
un viejo alto y jorobado, sin gestos ni voz, que baila con un adolescente de bello cuerpo; una
anciana gorda y pintarrajeada que se abraza a un vaquero de edad madura y que
lucha por no pisotear también a un moreno semidesnudo, tirado en el suelo
negro, dormido o medio muerto de congestión alcohólica.
Mientras Rigo Tovar ameniza desde las
rockolas grandes y viejas, protegidas con rejas especiales en el fondo del
salón; una muchachita embarazada se asoma por en medio de las puertas y huye
despavorida por los callejones del mercado, seguida por uno de los cantineros
que en tres segundos brincó la barra, los borrachos, tres bailarines, las
banquetas y trató de alcanzarla para cobrarle nadie sabe qué.
Las mujeres que bailan, las que están
sentadas, las que llevan vestidos limpios y nada de maquillaje, las que se
ponen tacones brillantes y medias torcidas, las que se visten como cholas o
como amas de casa, todas irremediablemente llevan en su mano izquierda una
bolsita de piel o de plástico.
Bailan pegaditas, modosas, sin ganas o con
ánimos y al final de cada pieza su compañero les entrega sin discreción
doscientos pesos que ellas van acumulando a otros tantos por toda la noche,
junto con una, dos, o muchas copas.
Los policías entran y salen, cobran, observan,
duermen mientras una vieja mariposita sin dientes, sin pierna, con pestañas
dibujadas en los párpados es conquistada con suaves caricias, con arrumacos
tiernos por un hombre de edad madura.
Los cantineros tras la barra se mueven de un
lado a otro toda la semana, de día o de noche, y nunca dejan de buscar bebidas
escondidas en los viejos calentones, ni de gritar a los que ya no tienen para
pagar.
Las cumbias, los corridos y las polkas nunca
se acaban, ni las danzantes, ni los visitantes, ni el viejísimo anuncio francés
de un siquiatra, que cuelga en la pared, ni las fotos de mariachis, ni esa vida
de los callejones del centro.
Adriana Candia. Mujeres Eternas. Crónicas de Adriana. Eñediciones, 2016
Mis disculpas a Adriana y María José por la confusión, por error pegué una foto del archivo de los encuentros de voces del extremo por esta del blog de voces del extremo...
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