No
todo fueron ejecuciones
He tomado la firme decisión
de no volver a mencionar la palabra
desahucio
en presencia de mi madre.
Cada vez que lo hago
percibo en su rostro una profunda
tristeza.
Fueron días tristes, -me dice sollozando-,
amargos días en los que apenas recordaba
el cálido sabor de un sorbo de café
o el suave tacto sobre la piel de una
toalla seca.
Aun recuerda el trémulo cuerpo de su
padre
como una implosión de rabia contenida.
Cuánto hubiera dado en aquellos momentos
por ser hacha en vez de niña, me dice
apretando los puños y mordiéndose los
labios
mientras una lágrima recorre su mejilla.
Hacha sí, hacha para asestar un golpe
certero
sobre la mano que firmó tan injusta
sentencia.
Era marzo de mil novecientos cuarenta y
dos,
en lugar de fulgor de aguamarinas y
fragancias de narcisos,
los idus ofrecieron dolor y desamparo.
Llovía cuantiosamente, como dios manda,
porque en aquella época dios mandaba de
cojones.
Veintiún días con sus noches,
sus relámpagos, truenos y su agua
persistente.
Ese agua, que siete criaturas
desahuciadas
maldecían como sólo los sintechos saben
maldecir,
soportando la intemperie bajo una raída
lona,
obtenida no precisamente por caridad
cristiana.
No, no todo en la posguerra fueron
ejecuciones,
de hecho, mi madre,
vivió para narrarme aquel siniestro
crimen.
Jornalero
Rasga el sol la oscuridad
el sueño, corta el reloj,
el hambre rompe el ayuno,
la dignidad el patrón.
Eladio Méndez. La memoria encendida. Ed. Amargord, 2016
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