Somos los hijos de Ulises.
Los que nos quedamos
custodiando el secreto de Ogigia,
La generación perdida que dejó
de lado la trashumancia y los problemas.
La leyenda dice que las
multinacionales nos contrataron como conejillos de indias.
Nadie vino a reclamarnos.
Nadie pidió un rescate por
nosotros.
Nadie llenó las farolas de su
ciudad con nuestras fotos en pose de recién desaparecidos.
Por nosotros nadie se
manifestó.
Nadie habló en nombre de los
parias.
Los fabricantes de loto nos
comieron las ideas.
Una vez por semana un avión
lanza desde el aire cantidades suficientes hiperconcentradas,
Que diluimos en agua sin
futuro para abastecernos.
Dejan que nos saciemos hasta
el hartazgo,
Pasa el avión cuatro o cinco
veces por los campamentos.
A nuestra manera, también
somos revolucionarios.
También luchamos, sufrimos y
morimos.
Aunque seamos incapaces de
recordar la causa de tanto aciago.
Aunque ni siquiera podamos
recordar cuándo pasará el próximo avión.
LAS
NIETAS DE LAS COSTURERAS
Como solo ellos saben hacerlo,
nos fueron usurpando cualquier poder.
Con la misma pauta que cuando
aprenden a pedirnos la sal con un golpe de mirada seco.
Nos taparon la boca, de nuevo.
Eran los tiempos nuevos, había
que plegarse.
Cedimos.
Siempre acabamos cediendo para
sostener el equilibrio del Mundo.
Cedimos para que no se fuera
todo al carajo.
A su manera, nos castigaron
por habernos atrevido a quitarnos el velo.
Nos castigaban por empuñar las
palabras como antaño ellos empuñaron las cimitarras.
O las espadas.
O las ballestas.
O el arco.
O la piedra afilada.
Por la noche, Penélope nos
leía historias ancestrales.
Nos enseñaba el arte de la
costura, la estrategia del paciente.
Mientras nos íbamos limpiando
la sangre.
Mientras mirábamos cómo
cauterizaban las heridas.
No era para tanto.
Morderse los labios un poco
más fuerte y ya.
Era lo primero que nos
enseñaban nuestras abuelas.
A cantar mientras cosías.
A cantar mientras llorabas.
A cantar mientras sangrabas.
La Historia de la Humanidad se
sostiene por los cantos de las nietas de las costureras.
Si todo esto sigue en pie, al
fin y al cabo, es porque nosotras aprendimos a coser.
Por mucho que les duela.
Por mucho que nos duela.
TRABAJADORES
Fuimos los trabajadores.
En un tiempo lejano nos
creímos dioses.
Nuestra pieza dentro del
engranaje era insustituible, pensábamos.
Vivíamos a crédito.
Alimentábamos la voracidad de
Saturno con deuda pública y autopistas recién inauguradas.
Construíamos acuarios con
peces tropicales en los jardines de nuestros bungalós.
Pasábamos media vida en los
bares flirteando con las sirenas.
Sus canciones repetían hasta
la saciedad los éxitos del momento: nuevas oportunidades, nuevas promociones,
un cargo en el Ayuntamiento.
Nuestros hijos pasaban de una
academia a otra para enriquecer aún más nuestro ego.
Creímos que nos lo debían
todo.
Como cualquier dios que se
precie, también caímos en desgracia.
Pasamos a ser un cómputo en
una estadística, bichos raros cuya característica común era tener la boca
cosida y salivazos en el alma.
El Gobierno nos señaló
públicamente y servimos de escarnio y de escarmiento.
Nos convirtieron en parias
para salvaguardar las relaciones internacionales.
Vimos el abismo en tres
dimensiones y en pantalla plana de noventa y nueve pulgadas.
Nos privatizaron después las
entrañas.
El hilo y la aguja para coserlas
también nos lo privatizaron.
Un grupo de asesores nos vetó
el acceso a las aspirinas.
Otro, exilió a los que cayeron
en gangrena.
En el ara sagrada de los
impuestos les ofrecemos a nuestros hijos y ellos los devoran jugosamente para
paliar medio punto las bocas de la deuda externa.
Cada fin de mes les dejamos en
la puerta de la Bolsa a nuestras mejores noventa y nueve vestales del momento,
de las que no volvemos a tener noticia.
Ese día, misteriosamente, las
acciones del IBEX35 suben y todos los que tienen algo que celebrar lo celebran.
Nuestro futuro quedó atrapado
en las ruinas de lo que se dio a conocer como “centros comerciales”.
Muchos de los nuestros
decidieron también enterrarse junto a ellos.
Ángel M. Gómez Espada. Los hijos de Ulises. Ed. Le tour, 1987.
contacto: letour1987 @hotmail.com
contacto: letour1987
Fotografía de Juan Sánchez Amorós.
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