El chamán vio en su trance
junto al menhir
a un dios del color del cielo
que llevaba una máscara cristalina en los ojos
y tenía nubes en el pelo.
El dios hablaba sin abrir la boca
y no tenía miedo de los hombres,
así lo contó el chamán a su pueblo.
Llegué al atardecer al crómlech de Los Almendros,
cuando el sol doraba el último menhir del poniente
antes de desaparecer,
me abracé a uno de ellos con los ojos cerrados
y al rato vi aparecer a un viejo casi desnudo,
pintado con ceniza
y adornado con una máscara de cuero y plumas
que me miraba con curiosidad y nerviosismo,
avanzando y retrocediendo hacía mí.
Le pregunté qué había sido aquel sitio
sin abrir la boca, y sin abrir la boca
me dijo que las piedras eran un calendario solar
que los conectaba con el cielo
y marcaba el recorrido de los astros,
los días sagrados, la sucesión de las cosechas
y las vidas de los hombres
y de todos los seres sintientes.
Aquel lugar, me dijo, era una grieta
por encima de nuestras cabezas,
y él y yo, y todos los que sabíamos la canción
éramos los encargados de mantenerla abierta
y conversar con la Creación
yendo y viniendo por las estrellas.
Vi menhires pintados de blanco,
decorados con dibujos hechos con pigmentos rojos y
negros,
y sentí que cada menhir era un dios
y que había menhires hembras, los más cálidos,
y menhires machos, los fríos.
Había piedras para entrar
y piedras para salir de este mundo,
y piedras para saltar de un mundo a otro mundo.
Anochecía cuando me marché de allí,
amanecía cuando el dios desapareció de allí.
Antonio Orihuela. Salirse de la fila. Ed. Amargord, 2016
Y aparece la magia por arte de ti.
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