MADRE DEL AGUA
No
romper este frágil equilibrio
que
nos mantienen en pie y alertas
como
los ejércitos en la tregua,
dormitando en el vivac
con
un ojo abierto y otro cerrado.
La
higuera del campo al que vamos
estaba
hace unos meses
cargada
de frutos y de hojas,
engalanada
y fértil y reservaba
de
los rigores del sol de septiembre.
Hoy
está pelada como un recluta.
Le
pregunté al árbol
que
sirvió para proteger
con
sus hojas las vergüenzas
qué
habrá pasado el año que viene,
quiénes
seguiremos en la batalla,
quiénes
derrotados, quiénes extintos.
Y
muy bajito, el árbol me advirtió
que
las preguntas sin respuesta
sólo conducen al desasosiego.
“Todos
somos vulnerables”
Pareció,
al fin, susurrarme.
“A la luz, al viento, al odio.
También al amor y a la
belleza”
Fuera
está la ciudad, todas las ciudades,
la del nativo que la conoce y la desdeña
y la del transeúnte que la descubre
como
un amante clandestino.
Y
fuera está todo el invierno
que
hoy llega, vestido de invierno,
y su aliento frío nos despeja
de
tardías somnolencias.
Que
venga le digo al árbol,
con
sus escarchadas mañanas,
con
sus lentísimas noches,
con
sus braseros encendidos
y
con su baile de bufandas
y
de lanas al viento del paseo.
Que
venga con su luz nutricia
de
los días soleados.
Que
venga, pero
que
sea hospitalario.
HUELVA, 1973
Hay
un rizo que todavía
lucha por dibujarse en el flequillo,
es
lo que ha quedado.
Se
trata de un rizo
cada
vez más sobrio
y
más tieso
que
ya no puede enredarse
en
su extraña filigrana.
Cortando
ese bucle, probablemente
sería
uno casi calvo,
como
si viniera así testimoniándose
la
futura calavera,
el
furor degradante del tiempo.
No
sé si aquel niño era feliz,
no
lo recuerdo y esta desmemoria es ya
una
respuesta en sí misma.
¿Quién
no recuerda los días felices?
LA SILLA
Mi
hermano dibuja un hombre
que
trata de sentarse en una silla.
Ha
convertido mi hermano
la
delicada geometría de los cuerpos
(Uno
inerte, el otro vivo;
los
dos muertos sobre el folio dibujado)
en
un estupor del espacio.
Mi
hermano tiene ocho años y yo nueve,
ninguno
de los dos ha sabido
dibujar
a un hombre vivo.
Sin
embargo, la silla
se
retuerce sobre sí misma
y
danza sobre sus cuatro patas.
En
las sillas de aquella casa
jugábamos
mi hermano y yo
a
mirarnos fijamente el tiempo justo
hasta
que la risa nos hechizaba
y
el que antes se reía era
el
paradójico perdedor.
No
quiero pensar que hoy,
repitiéramos
el reto de mirarnos
seriamente.
No
sea que al final nadie gane.
No
sea que al final nadie juegue.
No
sea que al final nadie ría.
Juan Antonio Gallardo. Correspondencias. Ed. Alhulia, 2018
No sea que al final nadie vea.
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