Algo fermenta
entre
barriles de pólvora
ya
catapultada.
Disparan
sin
miramientos.
Algo
te alcanza.
Enciende
esa rosca de lunático reptil
amplificado
por el miedo.
Entra
en su levadura
y
dale nombre justo a tu sonrojo.
Se contrae y excede a
tal velocidad
que
no puedes distinguir cuál es su contenido.
Fue
preciso llorar como un payaso
desnudando,
capa a capa, la cebolla. Ras-ras
de
minúsculas patitas
de
animales de una hora.
El machetazo le
amputaba o hería gravemente las muñecas.
Fue
preciso seguir oyendo el silencio endurecido
con
que la flor del azafrán se agarra al suelo.
Esa
flor tan cara de los huertos de la infancia,
esquilada
sin piedad, arreada por garrotes de
pastor,
retando
al alfiler que no se aleja.
Fue
preciso ver rodar, entre la nieve, élitros
y
antenas por un luto a toda vela. Ras-ras
Y
fue una risa radioactiva
de
animales de una hora,
de
minúsculas patitas,
lo
que vino a guarecerse
en
estos pabellones auditivos de extrarradio.
No quiero comprender.
No
quiero un ranking de lugares para la muerte
ni
más calles cruzadas de puntillas,
con
voces de aluminio o papel de lija.
Mis
hijas viven aquí, son hermosas.
Creen
cuanto les prometí de esta pelota
que
se desinfla.
Alto
y limpio es el tronco de los robles, les dije,
más
verde y más claro que la luz de las farmacias
y
las pantallas de los cajeros automáticos.
Pero
basta preguntar por las aves de presa
para
que la nube quede acuchillada.
Y
no es una juerga que les den con púas de fiebre
o
botas reforzadas. Ras-ras
Sucedió
una vez. Y qué creíais, gritó un ángel de hierro,
¿acaso
estar a salvo en un arca de cuarenta días?
Ahora
inicia la médula su arritmia
y
el propio infierno nos entretiene.
María Ángeles Maeso. Trazado de la periferia, 1996. 2ª
edición, Marisma, 2018
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