Eu perdia-me entre o ventre da tua humidade
e a dificuldade para definir o tacto das tuas
coxas
enquanto tu repetias que aquela era a última
vez
que me dizias que me amavas.
Mas eu guardava um feixe de línguas
no interior das pálpebras,
e abri tanto, tanto, os olhos com esse medo de
perder-te
que caíram todas em cima da tua púbis
– juro que não foi de propósito –
e tive que recolhê-las
uma a uma,
e tu tentavas impedir que te lambessem o
umbigo,
porque esse círculo era diferente do resto,
nessa redondez se reuniam todas as cócegas do
mundo,
e a vontade de nos termos dentro e
perdermo-nos fora,
e toda a saliva que transbordava no meu
paladar,
e mais, muito mais ceiva era o que colhia
naquele redondo centímetro quadrado
de cancela aberta.
Disseste que bastava, com esse tom de voz
que imita o das mentiras mais piedosas e
obscenas,
esse tom com que nas noites ímpares
me pedias que detivesse os espasmos
enquanto me arranhavas as têmporas
e me arrancavas recordações que nunca
recuperei
–
que dei por perdidos ou roubados –
e me atiravas uns insultos maravilhosos,
trabalhados, corrigidos e ampliados,
que me sabiam a doce de mel
escorregando-me pela garganta que tu
–
descompensada e arrítmica –
apertavas com mãos trémulas.
Eu não sou de deter o tempo
–
ainda não entendo como me pôde suceder –
nem sequer puderam escutar o teu ultimato,
não sei em que momento a minha pele
decidiu deixar de sentir-te,
e tu repetias que aquele era o final,
e eu jurava que sim, que era,
mas que aguentasses um pouquinho mais,
que queria acompanhar-te,
rematar
a um tempo,
um momentinho, tão só uns segundos mais…
E apenas uns segundos antes do berro seco
os minutos foram horas
e as horas noite fechada,
e todas as portas húmidas fecharam-se de
repente
–
e de secura –
quando souberam que me falavas de outro final,
um final onde os orgasmos são sempre fingidos,
porque já não há orgasmos depois do amor,
ainda que haja humidade.
E o teu amor, costureirinha,
era papel
e molhou-me…
Humedad engañosa
O
amor da costureiriña
era
papel e mollouse,
e
agora, costureiriña,
o
teu amor acabouse.
(Cantiga
popular)
Yo
me perdía entre el vientre de tu humedad
y la dificultad para definir el tacto de tus piernas
mientras tú repetías que aquella era a última vez
que me decías que me amabas.
Pero yo guardaba un puñado de lenguas
en el interior de los párpados,
y abrí tanto, tanto, los ojos con ese miedo a perderte
que me cayeron todas sobre tu pubis
- juro que no fue a propósito-
y tuve que recogerlas
una a una,
y tú intentabas impedir que te lamiesen el ombligo,
porque ese círculo era diferente del resto,
en esa redondez cabían todas las cosquillas del mundo,
y las ganas de tenernos dentro y perdernos fuera,
y toda la saliva que rebosaba en mi paladar,
y más, mucho más zumo era el que cabía
en aquel redondo centímetro cuadrado
de cancela abierta.
Dijiste basta, con ese tono de voz
que imita el de las mentiras más piadosas y obscenas,
ese tono con el que las noches impares
me rogabas que detuviera los espasmos
mientras me arañabas las sienes
y me arrancabas recuerdos que nunca recuperé
-que di por perdidos o robados-
y me escupías unos insultos maravillosos,
trabajados, corregidos y ampliados,
que me sabían la dulce de miel
resbalándome por la garganta que tú
- descompensada y arrítmica-
apretabas con manos temblorosas.
Yo no fui capaz de detener el tiempo
-aún no entiendo como me pudo suceder-
ni tan siquiera pude escuchar tu ultimátum,
no sé en que momento mi piel
decidió dejar de sentirte,
y tú repetías que aquel era el final,
y yo perjuraba que sí, que lo era,
pero que aguantases un poco más,
que quería acompañarte,
acabar a un tiempo,
un momento, tan sólo unos segundos más...
Y tan sólo unos segundos antes del grito seco
los minutos fueron horas
y las horas noche cerrada,
y todas las puertas húmedas cerraron de golpe
-y de sequedad-
cuando supe que me hablabas de otro final,
un final donde los orgasmos son siempre fingidos,
porque ya no hay orgasmos después del amor,
aunque haya humedad.
Y tu amor, costureiriña,
era papel
y me mojó...
y la dificultad para definir el tacto de tus piernas
mientras tú repetías que aquella era a última vez
que me decías que me amabas.
Pero yo guardaba un puñado de lenguas
en el interior de los párpados,
y abrí tanto, tanto, los ojos con ese miedo a perderte
que me cayeron todas sobre tu pubis
- juro que no fue a propósito-
y tuve que recogerlas
una a una,
y tú intentabas impedir que te lamiesen el ombligo,
porque ese círculo era diferente del resto,
en esa redondez cabían todas las cosquillas del mundo,
y las ganas de tenernos dentro y perdernos fuera,
y toda la saliva que rebosaba en mi paladar,
y más, mucho más zumo era el que cabía
en aquel redondo centímetro cuadrado
de cancela abierta.
Dijiste basta, con ese tono de voz
que imita el de las mentiras más piadosas y obscenas,
ese tono con el que las noches impares
me rogabas que detuviera los espasmos
mientras me arañabas las sienes
y me arrancabas recuerdos que nunca recuperé
-que di por perdidos o robados-
y me escupías unos insultos maravillosos,
trabajados, corregidos y ampliados,
que me sabían la dulce de miel
resbalándome por la garganta que tú
- descompensada y arrítmica-
apretabas con manos temblorosas.
Yo no fui capaz de detener el tiempo
-aún no entiendo como me pudo suceder-
ni tan siquiera pude escuchar tu ultimátum,
no sé en que momento mi piel
decidió dejar de sentirte,
y tú repetías que aquel era el final,
y yo perjuraba que sí, que lo era,
pero que aguantases un poco más,
que quería acompañarte,
acabar a un tiempo,
un momento, tan sólo unos segundos más...
Y tan sólo unos segundos antes del grito seco
los minutos fueron horas
y las horas noche cerrada,
y todas las puertas húmedas cerraron de golpe
-y de sequedad-
cuando supe que me hablabas de otro final,
un final donde los orgasmos son siempre fingidos,
porque ya no hay orgasmos después del amor,
aunque haya humedad.
Y tu amor, costureiriña,
era papel
y me mojó...
Carlos Da Aira.
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