Habrá
que apagar la luna y cerrar el piano,
que
la noche se vaya muriendo poco a poco
de
lenta amanecida
y
resaca de gatos negros en los tejados.
Una
fría cuchillada en el costado
y
un temblor de tacones en la puerta del bar
mientras
cae la persiana, con un asesinato
tajante
de candados.
Como
un sombrero sobre tu cabeza,
el
campanario corta el horizonte
en
su vigilia de reloj de iglesia.
Con
la yema del dedo, de tus labios
seco
una última gota,
anhelando
una copa más de lengua.
Son
las tres, como siempre;
rugen
motores desconsiderados
mientras
se desperezan los helechos
en
el pozo dormido
y
gimotea entre sueños algún perro miedoso
que
teme a la tormenta.
Enciendo
un cigarrillo para anegarme en humo
mientras
desapareces rechinando neumático,
y
mi boca se abruma, y me pesan las cejas,
y
se me desparrama la esperanza
como
se difumina la espuma de cerveza.
Haré
girar la llave solitaria
y
encenderé las luces como una niña chica,
-ansiedad
al buscar algún fiambre
que
rellene el vacío de tu huida-,
medias
rotas, da igual, corazón roto,
noche
de falda corta y vasos largos,
de
limones y hielo, de mentiras,
de
esa estúpida cosa a la que llamo amor.
Otra
vez en mi piel sábanas frías
y
esta angustia de amarte para nunca.
A
través del cristal de la ventana,
blanca
y verde, sin clave,
se
me apaga la luna.
Ana Vega Burgos. Del libro: Jueves cerrado por corazón roto.
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