El desarrollo de las piernas no era todo lo legal que imponía la
cordura. Nuestras rodillas alcanzaban los tobillos sin tener que dar
cuentas a nadie, mientras tanto los funámbulos seguían en la cuerda
floja sin tener acceso a la educación y a la sanidad. Nuestras caras
contaban hacia atrás, no sabían deletrear cara, ni siquiera
sabían mirar de frente, aunque la torpeza fuera a gatas no nos
daríamos cuenta. Por la tarde, tarde, tarde, las ingenuas babeaban
sopa de lentejas, y las otras, las listas e imperecederas, bailaban
el agua a los patos y a las cuñadas. Cuando señalábamos al cielo,
las estrellas estrechas chillaban sin cesar y se tapaban los ojos con
las manos de cortar hojas de sapo. Las nubes no ayudaban nada, al
contrario, se restregaban la barriga con amianto y espuma de lacerar
caballos. Nosotros nunca podíamos comer minutos ni sables ni
colgaduras ni alfombras ni pañuelos ni carambolas ni objetos ni
animales adiestrados ni picaportes bautizados. Estábamos solos como
una rana en un jengibre, y todo ello por culpa de las mariposas
vacías que hollaban el terruño con sus hocicos ventosos. Al
amanecer, todos los días, de junio a sábado, nos traían anguilas
para escribir recto. Nuestros maestros eran de escayola y algunos de
cemento minado. Nos enseñaban a cantar plano y a contar alto; la
religión la teníamos para almorzar, pues en otras horas era
indigesta para nuestra débil anatomía. Al salir de clase, por las
ventanas abstrusas, nos dirigíamos inmediatamente al jardín de Don
Polipón, allí hacíamos agujeros verdes y al lado plantábamos
cristales para absorber el viento. Éramos relativamente infelices
por la nariz pero enormemente afrutados por nuestros parientes.
Manel Costa & Curro Canavese. El nido de la palabra. Ed. Sporting Club Russafa.
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