Mi padre tenía muy larga la
uña del meñique izquierdo. Decía que los mandarines se dejaban crecer las uñas para
demostrar que no hacían trabajos manuales. Él vendía cosas.
A mi padre le gustaba jugar
conmigo al ajedrez. Su pieza preferida era el caballo. Yo siempre le ganaba.
Tras la segunda o tercera derrota, decía: «Venga, ahora voy a jugar en serio».
Y volvía a ganarle.
Mi padre me dio una paliza
con el cinturón. Como no se quería levantar de la cama, me mandó a mí a coger el
teléfono, pero yo, apremiado porque la llamada hacía que me perdiera los
dibujos animados, no atendí a lo que me dijeron y respondí que se habían
equivocado. Era una oferta de trabajo para él. Furioso, me castigó a hacer un
montón de divisiones en el comedor. Las divisiones se me daban mal y no supe
resolverlas. Cuando me asomé al dormitorio, donde seguía en la cama, y le dije
«ya puedes empezar a pegar», él empezó a pegar.
***
Mi padre conoció a Macià
Alavedra. Lo contaba con el orgullo de quien comparte el glamour de alguien importante. Macià Alavedra ya ha muerto. En sus
últimos años, estuvo imputado en varias causas de corrupción y fue condenado
por blanqueo de dinero y cobro de comisiones ilegales.
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Mi padre me regaló un
rólex. El mejor reloj del mundo, decía. No sé dónde lo he puesto.
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Mi padre recordaba con
dolor las propiedades en el valle de Arán que las autoridades franquistas le
habían arrebatado a su familia al acabar la Guerra Civil. Pero, cuando sus
primos franceses le pidieron que contribuyera a pagar a un abogado para recuperarlas,
dijo que no tenía ganas ni dinero.
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Mi padre, ya cincuentón,
estuvo en paro muchos años. Luego se prejubiló. Después se murió.
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Una vez vi deambular a mi
padre por las calles del barrio. Entraba en un bar y salía. Luego en otro.
Parecía ausente, sin rumbo. No le dije nada.
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Mi padre nunca tuvo coche.
Decía que un coche gastaba más que un hijo tonto. Pero le encantaba que, cuando
lo tuve yo, lo llevara a sitios.
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Mi padre se declaraba ateo,
pero se casó por la Iglesia y me envió a un colegio de curas.
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Mi padre no me acompañó a
la clínica cuando me operé de fimosis; ni me despidió en la estación cuando me
fui a la mili; ni me regaló nada cuando me casé.
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Cuando empecé a trabajar en
la Generalitat, mi padre me pidió que entregara un tercio del sueldo en casa. Cada
final de mes, cogía el cheque radiante de satisfacción.
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Mi padre recordaba que uno
de los oficiales que le mandaba en la mili, el teniente Lamarca, voluntario en
la División Azul, había saltado de la trinchera nevada en Krasni Bor y atacado
a los rusos con un palo.
Eduardo Moga. Mi padre. Ed. Trea, 2019
"Camino por lugares que se me ofrecen como alambradas, y que me desgarran como amapolas". Eduardo Moga
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