Fue
bonito mientras duró,
fue
cojonudo vivir como ricos,
pisar
a fondo el acelerador,
comer
carne tres veces al día,
llenar
la piscina, gastar a todo trapo
y
echarle la mierda al vecino
por
encima del muro,
pero
sabíamos que esto no podía durar,
así
que ahora que se está acabando
la
fiesta en la que nos habíamos colado,
es
mejor disimular
y
ver con qué se puede aún arramblar
mientras
suene la música,
no
protestar
porque
sabemos que no teníamos ningún derecho
a
dejar a nuestros hijos y nietos sin futuro,
y
porque a las puertas de la discoteca,
aunque
todo está a punto de chapar,
hay
mucha gente que aún pretende entrar,
porque
el paraíso de neón, aire acondicionado,
vueltos
baratos, cruceros todo incluido
y
palmeras de cartón
siempre
tuvieron su reverso tenebroso
un
poco más allá de los resorts,
donde
la fiesta siempre fue tragedia
y
de nada valen nuestras pulseras amarillas.
Se
acaba la fiesta, apenas quedan canapés,
el
cazo de la sangría toca fondo, se fundió el hielo,
los
músicos se retiran, la temperatura sube,
el
diesel escasea, la mina cierra, los despidos aumentan,
el
asfalto de las autopistas se llena de maleza,
la
discoteca se encoge, los que quieren entrar
se
encuentran, perplejos, con los que van siendo expulsados,
mal
asunto, broncas, peleas, tiros, sangre,
no
hay sitio para todos,
y
lo que es peor,
no
hay nadie dispuesto a soñar con un bosque
donde
quepamos todos.
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