“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel
Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que
su padre lo llevó a conocer el hielo.” G.G.M. Cien años de soledad.
Madrid finales de los años veinte.
Un sol manchego entra por la ventana del cuarto de la Residencia mientras
los tres jóvenes ríen y juegan. Nadie pensaría que en este cuartucho se
incuba una de las revoluciones más importantes del siglo: la revolución
surrealista.
Margarita 2.0
Treinta años después, frente a la muerte expectante, Margarita Manso
había de recordar aquella tarde remota en que Federico la llevo a conocer la
tristura honda que en él habitaba.
Fue la única mujer a la que Federico amó carnalmente. Era su amiga, su
cómplice, su compañera, pero no la amaba ni la deseaba en modo alguno.
Fue la primera, la última, la única.
El suceso, según la fuente, fue pergeñado por Salvador. Lo hizo para evitar
a Federico, que insistía en acceder carnalmente a él. Además, quiso usar a
Margarita como vínculo, como vehículo para consumar un amor para el
que no estaba preparado; y porque en su mente centrifugada había
recovecos de crueldad que el ser humano corriente no alcanza a
comprender.
Estaban solos. Ellos dos: el núcleo duro, Lennon, McCartney; y ella, el
verso suelto. O dicho de otra forma: el binomio creativo y la incógnita.
Fue una tarde tonta en la que los chicos estaban exultantes. Federico
perseguía a Salvador y este casi, casi, se dejaba querer; sin embargo, como
siempre, no se entregaba del todo. No lo tenía claro y le aterrorizaba el
dolor. Ella ya se había acostumbrado a sus juegos, a sus conatos, a que
estuvieran todo el día como dos peces sorprendidos, culebreando en su
deseo como los signos de interrogación en el teclado.
Salvador prometió a Federico que accedería a amarlo si antes se acostaba
con ella. Lo prometió pensando que no lo harían y luego, por supuesto, no
lo cumplió.
Era el tipo de juego que acostumbraba a maquinar. Juegos crueles de
psicópata que solo piensa en su objetivo y coloca los sentimientos ajenos
en la casilla de lo relegable.
A ella le resultó divertido y le dejó entrar. Y no solo por diversión. Le dejó
porque ella era un espíritu libre, porque le quería, porque le admiraba como
le admiraban todos. Como le admiraba Buñuel, Pepín, Maruja Mallo, todos
los sinsombreristas, todos los que le conocieron en esa España anciana.
Anciana como un niño anciano que era la España de la dictadura de
Miguel Primo de Rivera.
Cómo se divertían, qué bien se lo pasaban. Esa generación mágica que se
juntó en aquel mágico cruce del espacio/tiempo.
Como cuando fueron al Escorial y los chicos les dejaron las chaquetas para
que ella y Maruja se hicieran pasar por hombres, para poder ver los frescos
de ese convento agustino misógino; como “dos travestidos al revés”, que
diría Maruja.
O como cuando inauguraron el sinsombrerismo descubriendo sus cráneos
en la Puerta del Sol. Casi los matan. Pornografía dura para la época.
Esa tarde, Salvador se sorprendió mucho cuando comenzaron a amarse. No
se fue, se quedó mirando. Se aconchabó en su timidez. En la extraña
timidez del pintor más exhibicionista de la historia. Tenía el
remordimiento y la envidia de la gata Flora que si se la meten grita y si se
la sacan llora. Se mordía los labios autoflagelándose como un
escarmentado perro hortelano andaluz.
Deseó que no lo hicieran, y sino, al menos que, al acabar él se separara de
ella con desdén y que la despreciara. Pero Federico era Federico, un santo
civil, el avatar de una deidad caló que por contra, la acunó con ternura y le
cantó bajito, susurrando, aquello de “en tus pechos altos hay dos peces que
me llaman, y en las yemas de tus dedos rumor de rosa encerrada”.
Luego la vida les distanció.
Pasaron los años y llegó la guerra y por fin, la victoria del Frente Popular.
Qué alegría cuando Azaña proclamó la victoria y mandó fusilar al
franquito.
Después vino lo de después: primero la euforia y luego el desencanto. Las
hambrunas en un país devastado y agotado. Una guerra fría mundial que
seguía jugando sus peones en nuestra península. Las purgas del PSUC y del
PCE. Stalin ordenando parar el guateque y otra vez a puntito de volver a
entonar el “Ay jaleo, jaleo” y meternos otra vez en otra.
Los fríos cincuenta de infausto recuerdo. En definitiva, el “no era esto, no
era esto”.
Salvador se fue a Francia con Buñuel, con el “maño machista” que lo
separó definitivamente de Federico. Este se hundió en el corazón del
demonio, regalando su talento al imperialismo, fletando panfletos
capitalistas en el Hollywood decadente.
Ella se quedó hasta el final en la República Democrática Española. Un país
admirado por vencer a la reacción en esa guerra impía de dimensiones
bíblicas. En el único país socialista al oeste de los Urales.
Como era de esperar, la epidemia de la purga la fue rodeando como la lava
de un volcán. En la hermética y opresiva paranoia del totalitarismo, ella no
iba a ser una excepción. Tuvo que torear la presión tirando de antiguos
camaradas, para evitar ser depurada como iba a ocurrir con toda certeza.
Hasta que otra vez, ella. Ella, otra vez, tuvo que encabezar otra revolución.
La avanzada pintora surrealista, la feminista libertaria, el espíritu libre de
cincuenta y un años se encuentra con que tiene que desladrillar el férreo
bloque interno del socialismo esclerótico ibérico.
Y al fin, cuando ha conseguido que un millón de madrileños recorten la hoz
y el martillo de la bandera republicana y se presenten en la Puerta del Sol,
cuando ha conseguido que el pelele de turno tenga que despertar a Nikita
Kruschev en su dacha para pedirle ayuda, cuando han logrado que el bueno
de Nikita Sergueievich ordene aflojar, le viene este cáncer que la tumba en
dos meses y se la lleva con la sonrisa de un granadino que la acuna con
una nana imposible.
En este momento, a pesar de ser consciente de que le quedan minutos de
vida le viene a la mente aquella tarde luminosa. Viene la muerte y tiene la
tristeza de sus ojos negros de gitano legítimo.
Federico 2.0
Sesenta años después, frente a la muerte expectante, Federico había de
recordar aquella tarde remota en que Salvador le obligó a conocer el fuego.
Frente a los negros ojos de un enfermero negro, el autor del “Romancero
gitano” vuelve a esa tarde tonta y a esos tiempos olvidados. No piensa en
Salvador, del que lleva años distanciado, ni en Buñuel ni en ninguno de los
otros, solo recuerda a aquella mujer brava y limpia como un junco ribereño.
Por alguna razón desconocida, su mente se va a Margarita y a Salvador en
aquella tarde otoñal. Hubo otras tardes tranquilas, de amores más
memorables. Hubo relaciones duraderas en los años de Hollywood.
También destellos de pasión, que podrían ser colacionables en este
momento de tránsito, y una lista interminable de mercenarios de lance,
aprovechados que visitaron su lecho buscando un papel, una oportunidad o
un recuerdo de él, del mito.
El enfermero no alcanza a dimensionar la importancia del hombre que va a
dejar la vida frente a él en este cuarto de clínica-balneario de la Costa Este,
a trescientos dólares la noche. Sabe quién es, sabe que es Lorca, el poeta, el
guionista, el hombre que revolucionó la literatura y el cine, el artista que
periódicamente aparece en alguna televisión. Lo recuerda de las primeras
campañas contra el SIDA; recuerda verlo ya renqueante en alguna
alfombra roja con sus trajes rosa palo, su elegancia de vieja bujarra latina,
pero no llega ni a intuir frente a qué portento se encuentra.
No sabe de sus cargos en la postguerra de una República gloriosa, su
impulso a la enseñanza universal, su lucha por culturizar una España pobre
y en el punto de mira de un mundo convulso. Tampoco supo de su huida
cuando los acólitos de Stalin arramplaron con todo, no caben los maricones
en una república proletaria de trabajadores que se precie. No sabe cómo
lloró en la cubierta mientras se despedía de España y de la esperanza.
No quiso volver. No pudo volver. Ni siquiera con la apertura de los
cincuenta. Sabía que le recibirían con los brazos abiertos, pero no podía, no
quería, era tarde ya.
A esta hora señalada, confunde en los ojos del atónito enfermero de
Brooklyn el destello de deseo reprimido de un ampurdanés manipulador.
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Margarita 1.0
Treinta años después, frente a una muerte paciente, Margarita había de
recordar aquella tarde remota en que se llevó a Federico a conocer el amor
claro.
Ahora viene la muerte y le recuerda su risa, sus ojos y esos versos que le
cantó.
No recuerda a los demás, los que vinieron después ni los que estuvieron
antes.
Solo el dolor que sintió cuando supo que habían fusilado a Federico ese
maldito año, en esa maldita guerra. Solo el dolor de que unos acabaran con
su amigo, su gran amigo, su confidente.
Solo el dolor de que los otros le levantaran en la cara a su Alfonso y lo
fusilaran también. La misma checa impía que fusiló a su suegro y a sus dos
cuñados.
A escasos meses en la otra cara de la misma España.
Esa España, esa viva moneda que nunca cae de perfil.
Fue un golpe mortal, bíblico. La quebró, le arrancó las vértebras de cuajo.
La persona que escapó por La Junquera ya no era la Margarita Manso
anterior.
Desde Italia volvió a Burgos dos años después, a la zona nacional a llevar
una vida de perfecta casada, de devota esposa franquista, de beata burguesa
provinciana, que oculta su pasado a su marido y a sus hijos.
Olvidó su juventud libertaria y libertina. Quemó los cuadros y todo lo que
recordaba el pasado. Se murió en vida.
Ahora solo tiene tiempo para acordarse de Federico. La muerte está
llegando y tiene prisa. La muerte nunca tiene tiempo, siempre tiene prisa
cuando quiere llevarse un alma que ya está en pena, que ya está muerta.
Salvador 1.0
Sesenta años después, frente a una muerte paciente, Salvador había de
recordar aquella tarde remota en que obligó a sus amigos a hacer el amor.
Le recome la culpa. Le corroe el remordimiento por los rechazos, los
abandonos. Le duele haber sido tan injusto, tan mezquino con su alma
gemela.
Le avergüenza haber sido tan mojigato, tan estrecho. No haberse entregado
como hoy querría haberlo hecho.
Le avergüenza recordar las veces que lo negó, las cartas que quemó. Cómo
lo traicionó riendo las gracias de Buñuel. Con que crueldad le hizo
postergar publicaciones, con que aspereza lo criticaba, lo hundía.
Desde que muere Gala, se ha enredado en el bucle. Ha vuelto a aquella
época gloriosa y solo se acuerda de Federico.
No come, no bebe y con treinta y cinco kilos no para de hablar en la
antesala del viaje. Como una cotorra rayada repite una perorata balbuceante
e ininteligible. Ni siquiera se puede saber si es catalán, castellano o las dos
cosas a la vez. Digna lengua onírica para el hombre que encarnó el
surrealismo.
La enfermera que limpia el cadáver del Duque solo puede traducir una
frase que repitió hasta el final: “el meu amic, el Lorca.”
Federico 1.0
Diez años después, frente al pelotón de fusilamiento, Federico García había
de recordar la tarde en que Margarita Manso le llevó a conocer el hielo.
Aurelio Alonso.
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