La Catedral de Valencia, y su anexo, la Basílica, es un lugar muy
divertido que conserva multitud de tesoros, pero en especial dos capaces de
iluminar el mundo: el Santo Cáliz y el brazo izquierdo momificado, que llaman intencionadamente incorrupto, de San Vicente, no el Vicente político
del siglo XIV, milagrero hasta el pecado, sino el del año 300, que fue
más modesto y se limitó a ser mártir. Da un poco de basca ver la cosa
llamada brazo, no por sí misma sino porque exista una religión capaz de
hacer amputaciones de cadáveres no para estudios de anatomía sino para
cultos. El catolicismo adora desde brazos y huesos hasta prepucios y sangres. No es religión escrupulosa, y como hemos tenido reyes
verdaderamente maravillosos se puede buscar el dato de que el
vilipendiado y muy poco estudiado Felipe II coleccionaba sin descanso
reliquias, llegando al récord de 7.422, incluyendo 12 cuerpos, 144 cabezas
y 306 miembros. Esta mojama de la catedral de Valencia no es gran cosa. Más
curiosas pueden resultar la cadena y la argolla de su martirio, que al
parecer son los más inofensivos utensilios de su martirio, descrito con
pasmoso aterrador detalle por el poeta Prudencio.
Del otro San Vicente, posterior en mil años, la ciudad parece más bien llena de recuerdos, podría ser declarado Patrono del Marketing. Hay de él en muchos sitios reproducciones posteriores, por ejemplo, una convir tiendo a judíos y otra “resucitando a un niño descuartizado y guisado”, lo que es superar en competencia al mismísimo Jesús y minivalorar extraordinariamente el asunto de Lázaro. Una calle en su honor se llama Milagro del Mocadoret, simbiosis religiosa mitad castellano mitad valenciano, porque lo correcto sería Miracle o del Pañuelo, una chirigota convertida en leyenda convertida en milagro del tal San Vicente. Respecto al Santo Cáliz seguro estoy de que no hay obispo que se crea la historia, pero ahí se mantiene, que algo ayuda. Yo disiento ante quien me cuenta todo esto con alguna duda, pero con veneración admirable: aseguro que es el mismísimo inconfundible Santo Cáliz. Me enternece el intento infructuoso interminable del cristianismo, siglo tras siglo, por encontrar, aunque sea una insignificante prueba física que pueda medio demostrar la existencia de Jesús de Nazaret. Hace poco un sesudo estudioso de cálices y copas, según me cuentan, ha dictaminado que la taza de ágata de la parte superior, que posteriormente se adornó de piedras preciosas, es copa alejandrina oriental de entre los años 100 y 50 antes de la Santa Cena, o sea, “seguramente” la Última Copa, según lógica aplastante de un lumbreras. Lo posible puede ser verdadero cuando queda descartado lo imposible y solo queda lo improbable, como ya decía Sherlock Holmes. Claro que Holmes también dijo aquello de que un tonto encuentra siempre a otro más tonto que lo admira. En Valencia también me ha sorprendido que existe una tendencia a la reducción del personaje famoso a aquella única cualidad que llamó la atención de sus conciudadanos o que la llamó a los concejales o encargados del nomenclátor de un determinado Ayuntamiento. Por eso la inusual frecuencia de nombres de calles dedicadas a hijos ilustres cuyo nombre siempre se precede de su oficio o de aquella cualidad por la que se fijaron en él. No se usa esta costumbre para calles dedicadas a famosos de la historia general de España, por eso existe una calle Hernán Cortés y no Conquistador Hernán Cortés, o una calle Quevedo y no Escritor o Poeta Quevedo, pero no existe una calle dedicada a Francisco de Paula Martí, sino a Taquígrafo Martí, dejando para la posteridad clavado a Martí como estenógrafo, olvidando que fue otras muchas cosas, por ejemplo, inventor de la pluma-fuente o pluma estilográfica. ¿Quién, intrigado ante una calle con ese nombre, se pondrá a buscar quién fue Martí? ¡Pues fue un taquígrafo, y punto! La gracia se generaliza en la manía de convertir en oficio o cualidad sobresaliente el haber compuesto un puñado de poemas, a veces horrendos, de llibret de fallas. Hay una larga lista de calles dedicadas a poetas, Alberola, Altet, Artola, Badenes, Monmeneu, Bodria, Liern, Más y Ros, Serrano Clavero, por citar algunos, como si hubieran dado fama mundial a la ciudad con su trabajo poético, cuando quizá hicieron algo más valioso y la verdad es que ni un solo valenciano los conoce ni creo que nadie contemporáneo les haya leído un verso. Sospecho que son nombres concedidos por políticos amigotes de similar ideología burguesa. Lo mismo vale para pintores, músicos, pintores, grabadores... y hasta existe una calle dedicada ¡a un erudito!, calle del Erudito Orellana. A veces el afán de asociar homenaje a profesión cae en el exceso de reductora precisión, como en la calle al Sainetero Arniches, dedicada al gran crítico de la sociedad madrileña de su tiempo Carlos Arniches. Supongo que esta es costumbre vieja, porque a la llegada de los nacionales a la que fue Capital de la República eliminaron todas las calles dedicadas a mujeres progresistas e hicieron una amplia sustitución por nombres de santas, quizá con un santoral en la mano sin mayor investigación. Creo que su imaginación da para poco, porque leo, escrito por ellos mismos, que aún existen 400 calles desnombradas, aunque a veces haber sido tan sólo falangista caído por Dios y por España, o sea, muerto a secas, ya merece tal recordatorio. Falangista Esteve tiene un pase, se quita a un muerto y se pone otro, y es nombre breve. Lo demencial y bastante estrafalario es que a otro muerto insignificante entre 800 en el hundimiento del Baleares se le dedique por nepotismo o favor de amigos —hijo del charlista requeté Federico García Sanchís— una fundamental Calle del Puerto por Calle del Doncel Luis Felipe García Sanchís, que ningún vecino se atreverá a decir que vive en tal vía, y que suena inevitablemente a nombre provisional de temporada decidido como un favor. A quien ha pasado su infancia influido por el common sense británico yendo de la británica calle A a la calle H para jugar en el Paseo Sur estos nombres rimbombantes le suenan estrafalarios. No es mala idea la que leo que ha sugerido Álvaro de la Iglesia, director de La Codorniz: no cambiar nunca el nombre de la calle, pero añadirle siempre un epíteto canjeable según cambios de gobierno, así la calle del Insigne Martínez puede variarse a calle del Imbécil Martínez según variación política, se gana así en orientación.
Antonio Santos Barranca. Diario Nocturno en un país feo. Letrame Ed. 2024
Pues sí, exceptuando los barrios y calles de Valencia que evocan artes, oficios y gremios (Adreçadors, Blanqueries, Velluters, Almudín, Cabillers, y muchos más), el resto del callejero de esta ciudad bonita bien podría llamarse Galimatías.
ResponderEliminarChiloé