Cuentan que el 19
de marzo de 1895
los individuos fueron, por vez primera,
retratados en su vida real:
objetos de imagen
que ya no yacían inertes sobre un óleo,
un espejo o la pared de una caverna.
Cuando en la noche del 28 de diciembre
de ese mismo año, en el Salon Indien du Grand Café,
se proyectó la filmación
el público saludó, entusiasmado,
la puesta de largo de las imágenes
al servicio del hombre.
Lo que nadie pareció advertir
fue que, al tiempo que los obreros
salían de la fábrica
bajo la dirección del operador de cámara
(que disponía la frecuencia de su paso bajo el portón),
las imágenes también comenzaban
a salir de su reclusión.
Tuteladas, cierto, por quienes extendían
el certificado de su libertad vigilada,
pero ya diestras no solo en el arte del movimiento,
sino
también en el más misterioso y sutil de la réplica.
Listas
para la copia y el desplazamiento planetario.
Para
dejar el doloroso parto
y
beneficiarse de la rapidez de la cesárea.
Para
crecer y multiplicarse.
Quienes
salían no eran, únicamente, los obreros...
LUNA NUEVA
Los mensajeros de los amos del mundo,
mercaderes y banqueros,
dejan la redacción.
Han cumplido su cometido:
distribuir el suficiente
estrés,
la carga de tensión
necesaria
para que esos
transformadores que somos,
en cada caso, nosotros
mismos,
aceleremos la producción de
ser.
Lo de menos es si Williams
está cuerdo
o no. Si no lo estuviera,
dirían que sí
porque el auténtico mensaje
es el código mismo.
Su organización afilada,
tirante,
destinada a provocar las
descargas nerviosas
que precisa el mantenimiento
del delirio general.
Sin esas estaciones
intermedias
que condensan, amplifican y
reparten
los estímulos iniciales
no habría carga por
inducción,
sino solo por contacto.
Y como los generadores del
zoco
están
demasiado lejos de la fábrica que, en cada caso,
somos
nosotros mismos y nuestros otros,
no
se propagaría la suficiente tensión
para
recargar las pilas exhaustas
de
los esclavos en esta economía de guerra total:
las
pilas consumidas de los ilusionados y los alucinados.
Por
ello son tan necesarios
esos
mediadores que abandonan la oficina
tras
lanzar a la papelera los borradores
y
que nunca se cansan de repetir
«¡no
matéis al mensajero!».
EL TERCER HOMBRE
Todos somos agentes al servicio de una
potencia
extranjera,
traidores en trance de ser
descubiertos y perseguidos
por las alcantarillas de
Viena,
durmientes enviados a
territorio enemigo con el
objetivo
de recabar la máxima
información posible.
Espías de lo inerte que
recogen datos
a la espera de volver al
otro lado del telón de acero.
Agentes de Dios
coleccionando retazos para
entregarlos al ser que aún
no sabe que es.
Confidentes de la naturaleza
que transmiten
—en código cifrado—
informes que esta analiza
sin descanso,
nerviosamente, buscando su
autoconservación.
Observadores leales a la
inconsciencia originaria
recabando representaciones
para el mapa del deseo
interminable.
En la danza de estos
servicios secretos
a los cuales pertenecemos
no somos leales, tampoco, a
la potencia
que nos reclutó.
Siempre
nos convertimos en agentes dobles.
Informadores
de la vida que escudriñan
las
debilidades de lo inorgánico en los checkpoints.
Saboteadores
financiados por la nada
conspirando
para evitar que el ser llegue a ser.
Delatores
que revelan al decrépito frío cósmico
las
escondidas estrategias de las que se sirve la
joven
vida.
Infiltrados
de la conciencia urdiendo
planes
para ofrecer indemnizaciones compensatorias
a
través de procesos secundarios.
Es
entonces cuando, como sabía Mischa Wolf,
«algunos
traidores conservan, o al menos se lo
imaginan,
la
ilusión de que sirven a dos amos».
¿Mitigarían
la dureza de la perfidia
si
recordaran que todos somos traidores
y
que en esta traición reside la única libertad
posible?
J. Jorge Sánchez. Las vidas de las imágenes. Ed. Luces de Gálibo, 2013
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