El psicólogo social alemán
Harald Welzer, director del Center for Interdisciplinary
Memory Research en Essen y profesor de la Universidad de
Witten-Herdecke, ha escrito un libro importante titulado Guerras climáticas.[1] A Welzer le asombra --con
razón-- la relativa indiferencia con que las ciencias sociales han tratado
hasta ahora el enorme asunto de los desequilibrios climáticos antropogénicos, y
con esta obra ha realizado una valiosa contribución a paliar tal desidia. Quizá
no resulte extraño que bastantes investigadores alemanes o polacos sean muy
sensibles al potencial de catástrofe que entraña la Modernidad industrial:
al fin y al cabo, en Centroeuropa resulta menos fácil apartar la mirada del
lugar central que el ascenso del nazismo o la Shoah deberían ocupar para la teoría social
–y para la autocomprensión humana a secas. Welzer ha escrito obras notables
sobre la memoria histórica, los modos de transmisión de experiencias
traumáticas, la perspectiva psicológica sobre el Holocausto y los usos de la
violencia social.
Tres elementos centrales del penetrante análisis
desplegado en Guerras climáticas son:
en primer lugar, del calentamiento climático en curso cabe esperar en muchas
zonas del planeta la pérdida de recursos básicos para la vida humana: la competencia recrudecida en situaciones de
escasez creciente llevará a un incremento de la violencia (en formas viejas
y nuevas). En segundo lugar, la violencia
organizada –y la violencia extrema— es una posibilidad abierta siempre para los
seres humanos. Y –en tercer lugar— esa violencia extremada hasta el
genocidio no constituye una desviación o
anomalía respecto del curso de progreso de la Modernidad , sino que
por el contrario supone una dimensión central de la misma. Zygmunt Bauman
mostró esto con respecto al Holocausto; Carl Amery primero, y ahora Welzer,
ambos con la experiencia del nazismo intensamente presente, llegan a
conclusiones similares analizando la crisis ecológico-social y su probable
evolución futura. Ahora que decenas de miles de seres humanos ya han padecido
el abrupto desplome del orden social a consecuencia de fenómenos meteorológicos
extremos (como en Nueva Orleans con el huracán Katrina, catástrofe se analiza
en p. 47 y ss. de Guerras climáticas) y al menos una “guerra climática”
(la de Darfur en Sudán, estudiada en p. 107 y ss.), cobra suma importancia ser
conscientes de que
“la violencia en tanto
opción social, en tanto posibilidad siempre disponible, representa un elemento
nuclear, latente o manifiesto de las relaciones sociales, aunque los miembros
de las sociedades que poseen el monopolio estable de la violencia [por parte
del Estado] suelan preferir pasar esto por alto. Pero en esas sociedades
simplemente se ha alojado en otra escala de relaciones sociales, se ha vuelto indirecta (…), pero esto no significa
que haya desaparecido” (p. 158).
EN SIRIA, LA
SEQUÍA FUE UN FACTOR DESENCADENANTE
DE LA GUERRA
CIVIL
A finales de 2010 informaba el New York Times que, tras cuatro años
consecutivos de sequía, la más grave de los últimos cuarenta años, el corazón
agrícola de Siria y las zonas vecinas de Irak se enfrentaban a una situación
muy grave: «[l]os antiguos sistemas de riego se han desmoronado, las fuentes de
aguas subterráneas se han secado y cientos de aldeas han sido abandonadas a
medida que las tierras de labor se convertían en superficies desérticas
cuarteadas y morían los animales. Las tormentas de arena son cada vez más
habituales y alrededor de los pueblos y ciudades más grandes de Siria e Irak se
han levantado inmensas ciudades de tiendas, en las que viven los agricultores
arruinados y sus familias».
La principal zona afectada
por la falta de lluvias es el nordeste de Siria, que produce el 75% de la
cosecha total de trigo. El Informe de evaluación global sobre la reducción del
riesgo de desastres del año 2011, publicado por las Naciones Unidas, señala que
cerca del 75% de los hogares que dependen de la agricultura en el nordeste del
país ha sufrido pérdidas totales de sus cosechas desde que comenzó la sequía.
El sector agrícola de Siria representaba el 40% del empleo total y el 25% del
producto interior bruto del país antes de la sequía. Entre dos y tres millones
de personas se han visto condenadas a una pobreza extrema ante la falta de
ingresos de sus cultivos y han tenido que vender su ganado a un precio un 60 ó
70% inferior a su coste. La cabaña ganadera de Siria ha quedado diezmada,
pasando de 21 millones a entre 14 y 16 millones de cabezas de ganado. Esta
calamidad ha sido provocada por una serie de factores, que incluyen el cambio
climático, la sobreexplotación de las aguas subterráneas debida a las
subvenciones para cultivos que consumen grandes cantidades de agua (algodón y
trigo), unos sistemas de riego ineficientes y el sobrepastoreo.3
La sequía ha
provocado el éxodo de cientos de miles de personas de las zonas rurales hacia
núcleos urbanos. Las ciudades de Siria padecían ya tensiones económicas,
debidas en parte a la llegada de refugiados de Irak tras la invasión de 2003.
Un creciente número de personas indigentes se encuentra ahora en situación de
intensa competencia por unos recursos y unos puestos de trabajo escasos.
Francesco Femia y Caitlin Werrell, del Center for Climate and Security,
escriben que «las comunidades rurales desafectas han desempeñado un destacado
papel en el movimiento sirio de oposición, en comparación con otros países de
la primavera árabe. El pueblo agrícola rural de Dara’a, afectado con especial
dureza por cinco años de sequía y de escasez hídrica, sin apenas apoyo del
régimen de al-Assad, fue efectivamente el germen de las protestas del
movimiento de oposición en sus primeros tiempos [en 2011]».
La experiencia
de Siria sugiere que las tensiones ambientales y de recursos, incluido el
cambio climático, podrían convertirse en una importante causa de
desplazamientos. Aunque el profundo descontento popular tras décadas de
gobierno represivo constituye indudablemente uno de los motivos de la guerra
civil de Siria, las tensiones generadas por las alteraciones climáticas han
añadido leña al fuego. Y esta es precisamente la cuestión importante: las
repercusiones de la degradación ambiental no suceden en el vacío, sino que
interactúan con toda una serie de tensiones y problemas sociales preexistentes
en un auténtico hervidero.
Michael Renner, “Cambio
climático y desplazados ambientales”, en Boletín
ECOS 24, septiembre a noviembre de 2013. Puede consultarse en https://www.fuhem.es/media/cdv/file/biblioteca/Boletin_ECOS/24/cambio-climatico-y-desplazados-ambientales_M_RENNER.pdf
Con el calentamiento climático, en muchas zonas del
planeta –con impactos especialmente brutales en África-- se desplazarán las
zonas habitables y las regiones de cultivo, se perderán recursos básicos como
bosques o pesca, avanzarán los desiertos, escaseará el agua, se inundarán las
costas, menudearán fenómenos meteorológicos extremos como inundaciones
fluviales o tornados… Resulta dudoso que muchos órdenes sociopolíticos
fragilizados, y atravesados por diversos conflictos, puedan resistir la
magnitud de las embestidas. Los “refugiados climáticos”, que ya hoy son decenas
de millones, pueden convertirse a no muy largo plazo en centenares de millones.
Todo esto afecta a los equilibrios de poder, a la geopolítica y al acceso a los
recursos básicos, de manera que “no hay absolutamente ningún argumento que
pueda refutar la idea de que en el siglo XXI el cambio climático generará un
potencial de tensión mayor con un peligro considerable de llegar a situaciones
violentas” (p. 179). Genocidios causalmente agravados por la superpoblación y
la escasez de recursos como en Ruanda,[2]
o guerras civiles enconadas por los efectos de graves sequías como la de Siria,
prefiguran lo que puede ocurrir en el siglo XXI. Nos dirigimos a toda máquina
hacia lo que puede cobrar la forma de un verdadero colapso civilizatorio[3]
–y la máquina, de momento, no da señales de parar, ni siquiera de dejar de
acelerar su marcha. Rebecca Solnit nos propone que hablemos del cambio
climático sin eufemismos: esencialmente es violencia.
“El cambio climático es en sí mismo violencia.
Violencia extrema, horrible, de larga duración, generalizada. (…) Hablemos del
cambio climático como violencia. Más que preocuparse acerca de si los seres
humanos corrientes reaccionarán de modo turbulento a la destrucción de sus
medios mismos de supervivencia, preocupémonos por esa destrucción, y por su
supervivencia. Por supuesto, la pérdida de agua y de cosechas, las inundaciones
y demás ocasionarán migraciones masivas y refugiados a causa del clima -ya está
sucediendo –, y esto llevará a conflictos. Estos conflictos son los que ahora se
están poniendo en movimiento. Se puede contemplar en parte la Primavera Árabe
como un conflicto climático: el aumento de los precios del trigo fue uno de los
desencadenantes de la serie de revueltas que cambiaron la faz del África más
septentrional y Oriente Medio. (…) El cambio climático hará que aumente el
hambre a medida que suban los precios de los alimentos y flaquee la producción
de alimentos, pero ya tenemos hambre generalizada en la Tierra, y buena parte
de la misma no se debe a fallos de la naturaleza y los agricultores sino a los
sistemas de distribución…”[4]
[1] Harald Welzer, Guerras climáticas. Por
qué mataremos (y nos matarán) en el siglo XXI, Katz, Madrid/ Buenos Aires 2011. Guerras climáticas es un libro que, en
la estantería, habría que dejar cerca de otras dos obras a mi juicio muy
importantes: Auschwitz: ¿comienza el
siglo XXI? de Carl Amery, y Modernidad
y Holocausto de Zygmunt Bauman.
[2] Estudiado en p. 99 y ss.,
y en otros lugares de la obra.
[3] Véase José David Sacristán
de Lama, La próxima Edad Media, Edicions
Bellaterra, Barcelona 2008; y Carlos Taibo, Colapso,
Los Libros de la Catarata, Madrid 2016.
[4] Rebecc Solnit, “Llamemos
al cambio climático por su nombre: violencia”, publicado inicialmente en The
Guardian, 7 de abril de 2014. Una traducción se publicó en sin permiso, 20
de abril de 2014: puede consultarse en http://www.sinpermiso.info/articulos/ficheros/ipcc.pdf
Manchar el propio nido
Como escribe otro investigador, el filósofo
británico James Garvey,
“podemos esperar un futuro
con cientos de millones, incluso miles de millones, de desplazados, hambrientos,
sedientos, que intentarán escapar no sólo de los aumentos del nivel del mar
sino de tierras de cultivo abrasadas y pozos secos. No resulta muy difícil
imaginar los conflictos que tendrán lugar en un planeta que ve cómo sus
recursos disminuyen o cambian. Tampoco cuesta ver que los más pobres del mundo
serán los que más afectados negativamente se vean, así como los que menos
recursos de adaptación tengan. África, por ejemplo, un continente que ya sufre
sequía, malas cosechas, conflictos regionales, escasez de agua, enfermedades,
etcétera, empeorará su situación mucho más con el cambio climático.”[1]
Tales perspectivas no dejan de entrañar un terrible
simbolismo. Porque, como sabemos por la paleoantropología, África es
precisamente la cuna de la humanidad actual: el continente donde evolucionó Homo sapiens sapiens, y desde donde se
extendió al resto del mundo.[2]
Dañar África y a los africanos de la forma en que –con toda probabilidad— lo
hará proseguir con el BAU (business as
usual) en nuestro uso de la energía y el territorio equivale a un caso
extremo de eso que los anglosajones llaman to
foul one’s own nest: manchar el propio nido. Y nos hace ver cómo en
realidad ese comportamiento destructivo se extiende a nuestra cuna y casa más
amplia, el oikos biosférico en su
conjunto.
Cuando las culturas humanas topan con problemas de
límites, en muchos casos emprenden estrategias de “huida hacia adelante”. Ya se
trate de la Isla
de Pascua o de nuestras petrodependientes sociedades actuales, se reacciona
intensificando las prácticas que tuvieron éxito en el pasado (pero ahora se han
vuelto contraproducentes), en vez de poner en entredicho los supuestos
–culturales, económicos, políticos…-- que nos están llevando al desastre.
Harald Welzer remite expresamente a otra investigación importante, Colapso de Jared Diamond.[3]
La historia de los siglos XIX y XX fue la historia
de cómo el capitalismo industrial construyó un mundo. La del siglo XXI, salvo
que seamos capaces de imprimir en tiempo récord un fuerte giro de racionalidad
colectiva a la actual carrera fuera de control, será la historia de cómo el
capitalismo destruye el mundo
–natural y social--. Y, pese a las fantasías de exoplanetas habitables
alimentadas por los mass-media, no
hay ningún otro mundo de recambio.[4]
El capítulo final de Guerras climáticas de
Welzer se abre con una advertencia del gran dramaturgo germano-oriental Heiner
Müller –“el optimismo no es más que falta de información”— y concluye con las
benjaminianas palabras siguientes:
“El proceso de globalización
puede describirse (…) como un proceso de entropía social que se acelera,
desintegra las culturas y al fin, cuando termina mal, sólo deja tras de sí la
indiferenciación de la voluntad de supervivencia. Aunque eso sería la apoteosis
de esa misma violencia de cuya abolición la Ilustración (y con
ella la cultura occidental) creyó hallar la clave. Pero desde el trabajo
esclavo moderno y la explotación inmisericorde de las colonias hasta la
destrucción perpetrada en la industrialización temprana del sustento vital de
personas que no tenían absolutamente nada que ver con ese programa, la historia
del Occidente libre, democrático e ilustrado escribe precisamente su
contrahistoria de falta de libertad, opresión y contrailustración. La Ilustración (y esto lo
demuestra el futuro de las consecuencias climáticas) no podrá liberarse de esa
dialéctica.” [5]
¿Seremos capaces de contrariar este amargo
pronóstico?
[1] James Garvey, La ética del cambio climático, Proteus,
Barcelona 2010, p. 40.
[2] Algo que a menudo
olvidamos, pero que nos recuerdan los paleoantropólogos, es la espesa
ramificación de nuestro árbol genealógico. Desde hace dos millones de años,
hasta hace unos 400.000, vivieron en el este de África más de quince especies
de homínidos, parientes cercanos nuestros. En cualquier caso, este campo de
conocimiento está en ebullición desde hace decenios, y cada nuevo
descubrimiento enmaraña un poco más el árbol de nuestro pasado evolutivo… Por
ejemplo, los fósiles y herramientas que están hallándose en 2011 en el yacimiento de Dmanisi en Georgia (donde
se empezó a excavar en 1991) parecen apuntar a que Homo georgicus existía hace 1’85 millones de años, ¡antes de que Homo erectus saliera de África! Eso
indicaría que la salida hacia Eurasia fue anterior en el tiempo –unos dos
millones de años— y que la protagonizaría Homo
habilis más que Homo erectus, el
cual, quizá, habría evolucionado en Asia (a partir de Homo habilis) dando lugar a Homo
erectus, quien después habría regresado a África –hace 1’6 millones de años
aproximadamente— rebautizado como Homo
ergaster… En fin, complicado.
[3] Jared Diamond Colapso. Por qué unas sociedades perduran y
otras desaparecen, Debate, Barcelona 2006.
[4] Una “carta al director”
del diario El País, en febrero de
2016, decía: “Tan pronto como pueda, me mudaré a otro planeta; el nuestro ya no
es un lugar saludable para vivir. En poco más de doscintos años lo hemos
convertido en una gran factoría infecta. Los terrícolas nos hemos convertido en
termitas insaciables devoradoras de recursos. Nuestra única finalidad en la
vida parece no ser otra que el consumo desaforado en busca de un atisbo de
felicidad. Hemos ensuciado la tierra, el agua y el aire y, ahora, pobres ignorantes,
nos quejamos de que ellos nos ensucian a nosotros. Hemos heredado un paraíso y
lo hemos convertido en un infierno maloliente, humeante y tóxico. La filosofía
capitalista nos ha abducido el espíritu. El capitalismo es una droga tóxica y
adictiva. Todo se lo perdonamos a cambio de una dosis diaria de consumo y
artificio. Vivimos en un permanente baile de san Vito dando vueltas absurdas,
estamos atrapados en una fuerza centrífuga de la que nadie puede escapar para
pararse a reflexionar sobre el sinsentido que nos mueve. Nos han dicho que hay
que subirse al tren del progreso y ahí vamos todos, como borregos, a gran
velocidad y sin conductor ni destino cierto…” (Pedro Serrano, El País, 14 de febrero de 2016; http://elpais.com/elpais/2016/02/13/opinion/1455381986_747316.html
). Pero no habrá mudanzas a otro planeta…
[5] Harald Welzer, Guerras climáticas. Por
qué mataremos (y nos matarán) en el siglo XXI, Katz, Madrid/ Buenos Aires 2011, p. 316.
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