El catedrático de ecología Carlos Montes apunta –con
razón-- que el sistema está deseoso de que hablemos de cambio climático, ahora
que éste ha sido ya reformulado como oportunidad de negocio[1]
(tengamos siempre en cuenta que el calentamiento climático es un efecto de la crisis socioecológica
global, no una causa de la misma). Él
sugiere que hablemos más bien de cambio
global, porque los procesos en curso son mucho más amplios que el
calentamiento climático antropogénico. Yo sigo creyendo que deberíamos hablar
más bien de crisis socioecológica global:[2] ahora
bien, no cabe duda de que en ese marco conceptual más amplio delimitado por
cualquiera de las dos expresiones, también hemos de abordar el calentamiento
climático, como una de las dimensiones principales de esa crisis o cambio
global. La exposición que sigue nos hará ver por qué.
En 1992, en Río de Janeiro, la “comunidad
internacional” aprobó la
Convención de NN.UU. sobre Cambio Climático: al menos desde
esa fecha, seguir negando el problema es imposible. Sin embargo, entre 1990
–año de referencia para las negociaciones internacionales— y 2014, es decir,
durante un cuarto de siglo de “lucha” contra el calentamiento global, las emisiones mundiales de dióxido de
carbono aumentaron el 61%. (Entre 1970 y 1990 las emisiones habían aumentado
un 45%.)[3]
No sólo eso, sino que el ritmo de emisión de GEI a la atmósfera, lejos de
ralentizarse, está incrementándose,
ACELERACIÓN DE
LAS EMISIONES
Los datos del Global Carbon Project
para 2007 revelaban que el aumento de las emisiones antropogénicas se está
produciendo cuatro veces más deprisa desde el año 2000 que en la década
anterior.
La
aceleración tanto de las emisiones de CO2 como de su acumulación en la
atmósfera no tiene precedentes. Tan es así que el crecimiento de las emisiones en el periodo
2000-2007 fue peor que el escenario más desarrollista (basado en la
quema de combustibles fósiles) planteado por los científicos del IPCC.
De seguir este ritmo, la
concentración de CO2 podrían alcanzar las 450 partes por millón (previsiblemente
ligado a 2ºC
de aumento de la temperatura promedio) en 2030 en vez de en 2040 (como
apuntaban hasta hace poco las previsiones).
Las observaciones de la red
de la Vigilancia de la Atmósfera Global (VAG) de la OMM (Organización
Meteorológica Mundial) revelaron que los niveles de CO2 habían aumentado más
entre 2012 y 2013 -2’9 ppm- que durante cualquier otro año desde 1984. Datos
preliminares apuntan a que ese aumento posiblemente obedezca a la reducción de
la cantidad de CO2 absorbida por la biosfera de la Tierra, sumado al incremento
constante de las emisiones de ese gas.[4]
“El mundo está en la
trayectoria de los seis grados de aumento [a finales del siglo XXI]”, decía el
economista jefe de la AIE, Fatih Birol, en 2011.[5]
Y aunque en 2008-2009 la crisis económica ralentizó
este crecimiento de las emisiones, el alivio duró poco: ya en 2010, según los
datos oficiales de la AIE
(Agencia Internacional de la
Energía ), las emisiones de dióxido de carbono crecieron más
de un 5% respecto a 2009,[6]
retomando la senda de incremento de los años anteriores a 2008. En España, tras
una importante caída de las emisiones a partir de 2007 causada por la crisis
económica, éstas subieron en 2011 por unas ayudas gubernamentales al carbón que
prácticamente duplicaron el uso de este combustible fósil (el más contaminante
de todos).[7]
El cambio climático no amenaza al planeta en sí, que ha conocido violentas
trasformaciones climáticas en el curso de su larguísima existencia,[8]
pero sí a buena parte de las especies que ahora lo habitamos: y constituye una
amenaza muy seria para el futuro de la civilización humana.[9]
El famoso “Informe Stern” sobre La
economía del cambio climático alerta de que la caída anual del PIB podría
alcanzar ¡incluso el 20%!, lo que implicaría una catástrofe económica de
magnitud desconocida en la historia contemporánea[10]
y consecuencias tremendas sobre las condiciones de vida, el empleo o la
seguridad alimentaria.
Los informes de la Organización Mundial
de la Salud no
son menos inquietantes: las muertes anuales asociadas al cambio climático
rondan ya las cien mil, pero pronto serán millones si no lo evitamos. El
Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo Humano (PNUD) recuerda que entre
los años 2000 y 2004 se ha informado de un promedio anual de 326 desastres
climáticos que han afectado anualmente a alrededor de 262 millones de
personas... cifra que duplica lo ocurrido en la primera mitad del decenio de
1980 y que quintuplica a los damnificados en el último lustro de los setenta.[11] La
revista Scientific American publicaba
en un artículo de 2011 que la frecuencia de los desastres naturales ha
aumentado ya un 42% desde la década de los años ochenta, y que la proporción de
estos episodios relacionados con el clima ha aumentado del 50 al 82%.[12]
Todavía
más tremendos son los datos del Atlas de la mortalidad y las pérdidas
económicas provocadas por fenómenos meteorológicos, climáticos e hidrológicos
extremos, 1970-2012, publicado por la Organización Metereológica Mundial
(OMM). Según este texto de referencia, a escala mundial los desastres se han
multiplicado casi por cinco entre el decenio de los años setenta del siglo XX y
el primer decenio del siglo XXI. En Europa, por ejemplo, de 1971 a 1980 sólo se
registraron 60 desastres naturales que provocaron 1.645 muertes, mientras que
de 2001 a
2010 ha
habido 577 con 84 veces más víctimas mortales, 138.153.[13]
Los
pueblos del Sur pagan un precio muy alto por estos desastres cada vez menos
“naturales” (pues vinculados con el cambio climático antropogénico): entre 2000
y 2004, según los datos del PNUD (World
Report of Human Development 2007-2008), en los países no miembros de la
OCDE un habitante de cada 19 se vio afectado por catástrofes climáticas (frente
a sólo uno de cada 1.500 en los países de la OCDE -79 veces menos).[14]
En 2014, el Quinto Informe de Evaluación del IPCC señalaba
que los impactos del calentamiento global ya son visibles en todos los
continentes y en la mayor parte de los océanos; que la temperatura media global
se ha elevado 0’85ºC entre 1880 y 2012, un incremento que se ha acentuado en
las últimas tres décadas; que muchas regiones del planeta están experimentando
con mayor frecuencia fenómenos meteorológicos extremos --sequías, olas de
calor, inundaciones, temporales, huracanes, tornados y tifones--; que aumentan
los impactos sobre la salud, la extinción de especies y la degradación de
hábitats; que ya se está dando una menor productividad de las cosechas, estimándose
como más probable su reducción media del orden del 2% por década; y que ya se
están produciendo efectos sobre el crecimiento económico agregado mundial,
estimado en una reducción de entre un 0’2 y 2%.
Estos procesos
negativos muestran tendencia a incrementarse. Afectarán a la seguridad
alimentaria, darán lugar a la aparición de nuevas bolsas de pobreza,
incrementarán las desigualdades sociales (por sus efectos sobre los precios
relativos) y forzarán nuevas migraciones masivas –con todas las perturbaciones
socioeconómicas cabe esperar.
OCHO RIESGOS CLAVE PARA LOS SERES HUMANOS:
(1) Peligro
de muerte, de lesiones, de problemas de salud o de desaparición de los medios
de sustento en las zonas costeras y los pequeños Estados insulares debido a
tempestades, inundaciones y elevación del nivel del mar;
(2) riesgos
graves para la salud y de desaparición de los medios de sustento para amplios
grupos urbanos a causa de inundaciones en el interior;
(3) riesgos
sistémicos debidos a fenómenos meteorológicos extremos que provoquen la
desaparición de infraestructuras en red y de servicios vitales como el
suministro de electricidad, la distribución de agua y los servicios de sanidad
y de emergencia;
(4) riesgo
de mortandad y enfermedad durante los periodos de calor extremo,
particularmente para las poblaciones urbanas vulnerables y para las que
trabajan al aire libre en zonas urbanas y rurales;
(5) riesgo
de inseguridad alimentaria y de desaparición de los sistemas alimentarios,
particularmente para las poblaciones más pobres en las zonas urbanas y rurales;
(6) riesgo
de pérdida de los recursos y de los ingresos en las zonas rurales por falta de
acceso a agua potable y a agua de riego, así como debido a la disminución de la
productividad agraria, especialmente para los campesinos y ganaderos que
disponen de un capital mínimo en las regiones semiáridas;
(7) riesgo
de pérdida de ecosistemas marinos y costeros y de su biodiversidad, así como de
los bienes, funciones y servicios que prestan en forma de recursos costeros,
sobre todo para las comunidades de pescadores en los trópicos y en el Ártico;
(8) riesgo
de pérdida de ecosistemas terrestres y acuáticos y de su biodiversidad, así
como de los bienes, funciones y servicios que prestan en forma de recursos.
[1] Un hito en nuestro entorno
próximo: el expresidente del gobierno José María Aznar, hasta ayer mismo
estridente “negacionista” del cambio climático, se incorporó en el otoño de
2010 al Global Adaptation Institute, instituto concebido para orientar a los
capitalistas hacia las nuevas oportunidades de negocio que surjan de la
adaptación de nuestras sociedades al calentamiento. Véase por ejemplo en La Vanguardia del 18 de octubre de 2010
el artículo titulado “Aznar, nombrado asesor de una organización sobre cambio
climático”.
[2] Como sabe, y bien dice,
Carlos Montes: “Las palabras piensan, las palabras no son neutras, las palabras
tienen ideología” (Carlos Montes, “Cambio climático, agricultura y
biodiversidad”, ponencia en el curso de la Universidad Pablo de Olvida de
Sevilla “Agricultura y alimentación en
un mundo cambiante” --VIII Encuentros Sostenibles--; Carmona, 5 al 7 de octubre
de 2011).
[3] Véase el informe de la
Agencia Europea de Medio Ambiente en 2011 Tendencias
a largo plazo en emisiones de CO2. El estudio del Global Carbon Project
(primer firmante: Glen Peters) publicado en Nature
Climate Change el 5 de diciembre de 2011, del que da cuenta Alicia Rivera
(“La crisis no frena las emisiones de gases de efecto invernadero”, El País, 5 de diciembre de 2011),
cuantifica un 49% de crecimiento de las emisiones de dióxido de carbono entre
1990 y 2010.
En
España, en el período 1990-2010, crecieron las emisiones un 26% (frente al
descenso del 15’5% de la UE-27). Véase también Cayetano López, “Malas noticias
para el clima”, El País, 20 de
octubre de 2011.
Para dar una idea de la
terrible situación en que nos encontramos, cabe recordar que los científicos
del IPCC están de acuerdo en solicitar una reducción de las emisiones de entre
el 25 y el 40% (con respecto a los niveles de 1990) para una fecha ya tan
cercana como 2020, si queremos tener opciones de no superar el peligroso umbral
de 2ºC de incremento de las temperaturas promedio
(respecto a los niveles preindustriales).
[4] Son datos de la OMM
(Organización Meteorológica Mundial) en su Boletín anual de 2014, sintetizado
en el Comunicado de Prensa 1002, “Niveles sin precedentes de gases de efecto
invernadero tienen consecuencias en la atmósfera y los océanos” (9 de
septiembre de 2014). Puede consultarse en http://www.wmo.int/pages/mediacentre/press_releases/pr_1002_es.html
[5] De un discurso en Madrid
el 30 de noviembre de 2011; citado por Rafael Méndez , “Cuando el cambio
climático era importante”, El País, 3
de diciembre de 2011.
[6] Las emisiones de dióxido
de carbono ascendieron a 30.600 Tm (toneladas métricas), o 30’6 gigatoneladas,
en 2010. Fueron 29.300 Tm en 2008, en 2009 descendieron un poco estas emisiones
a causa de la crisis económica mundial, y en 2010 crecieron de nuevo… El
incremento acumulado de 1990
a 2010 es del 45%, según la AIE; entre 2000 y 2010, del
30%. (Pero, como ya hemos visto, el estudio del Global Carbon Project --primer
firmante: Glen Peters-- publicado en Nature
Climate Change el 5 de diciembre de 2011, del que da cuenta Alicia Rivera
(“La crisis no frena las emisiones de gases de efecto invernadero”, El País, 5 de diciembre de 2011),
cuantifica un 49% de crecimiento de las emisiones de dióxido de carbono entre
1990 y 2010.)
Los descensos en los países
más ricos se han compensado con creces por los aumentos de los países “en vías
de desarrollo”, que no han dejado de incrementar su uso de carbón y petróleo.
Las emisiones de China aumentaron un 60% entre 2003 y 2010, y en términos per capita casi han igualado a las
europeas (China 6’8 toneladas por habitante y año en 2010, UE 8’1, España 6’3).
De hecho, los descensos de esos países ricos se explican en buena parte por el
traslado de la producción más intensiva en energía a países como China o la
India, de manera que una parte sustancial de las emisiones en la “fábrica del
mundo” sudasiática habría que imputarlas en realidad a los países donde se
consumen los productos (véase Rafael Méndez, “Las emisiones no bajan: se mudan”, El País, 8 de octubre de 2011).
Si consideramos el conjunto
de las emisiones (incluyendo a lo demás gases de “efecto invernadero”: metano,
óxidos de nitrógeno, etc.), el incremento entre 1990 (año base del Protocolo de
Kioto) y 2010 es del 29%, y el salto entre 2009 y 2010 fue del 1’4%.
[7] “Las emisiones de gases de
efecto invernadero en España, que llevaban en caída desde finales de 2007, han
repuntado este año. La causa es un real decreto de ayudas al carbón que el
Ministerio de Industria aprobó en febrero y que ha hecho que la producción
eléctrica con este combustible haya crecido un 96% en lo que va de año, según
datos de Red Eléctrica. Cada kilovatio generado con carbón emite casi el triple
que uno producido con gas natural. Pese a la crisis -que implica caída en la
producción de cemento e industrial-, las emisiones totales subirán entre cuatro
y ocho puntos. Si hace un año España emitía un 21% más que en 1990 (año de
referencia de Kioto), ahora emite entre un 25% y un 29% más, según distintas
estimaciones”. Rafael Méndez, “La emisión de CO2 crece tres años después por
las ayudas al carbón”, El País, 30 de
diciembre de 2011.
[8] La Tierra ha conocido en
el pasado (a lo largo de sus más de 4.500 millones de años de existencia)
climas extremos. Y la vida ha sobrevivido a situaciones mucho peores que las
que previsiblemente vamos a experimentar, en escenarios tanto más calientes
como más fríos (originados por factores como las alteraciones en el ciclo del
carbono, el vulcanismo, la tectónica de placas y los cambios en la posición de
la Tierra con respecto al Sol). Por ejemplo, los geólogos han identificado dos
situaciones de “Tierra Bola de Nieve” (Snowball Earth), con un frío
extremo (y los océanos casi completamente helados), hace 700 y hace 2200
millones de años.
[9] Es importante subrayar
esto para evitar equívocos… Incluso personas por lo general tan bien informadas
como Juan Torres escriben, a raíz del incremento en el número de desastres
causados por fenómenos meteorológicos, climáticos e hidrológicos extremos: “El
incremento registrado en su total me parece que indica claramente que nuestro
planeta está cada día más dañado, quizá ya herido de muerte, como indican otros
muchos informes…” (Juan Torres, “Un dios destructivo”, El País/ Andalucía, 20
de julio de 2014). Pero no, el planeta como tal –si nos distanciamos, asumimos
perspectiva cósmica y nos desnudamos de todo antropocentrismo— no está en
absoluto herido de muerte. Como escribe Emilio Santiago Muiño en un comentario
al manifiesto “Última llamada” (uno de cuyos redactores fue él mismo), “no se trata de salvar el planeta, como me han dicho
algunos amigos cercanos tras leer el texto. Si la vida pudo sobrevivir a
catástrofes como la extinción del Pérmico-Triásico sabrá quitarse de encima la
febrícula ecológica que supone ese primate arrogante y venido arriba en el
clímax de su borrachera antropocéntrica que es el ser humano (la
personificación es un recurso retórico; evidentemente la vida no es un ente
personal con voluntad). El planeta dentro de veinte millones de años estará
vivo y será exuberante. Se trata de salvarnos a nosotros, de salvar la
civilización humana en sus mejores potencialidades, que quizá ya no sean las
que nos prometió el socialismo y su Reino de la Libertad, pero sin duda todavía
tenemos capacidades para organizar una vida buena al alcance de todas y de
todos. Y si tampoco logramos esto, al menos podremos mitigar el colapso y
efectuar un aterrizaje de emergencia; así evitaremos que el siglo XXI se lleve
por delante precipitada, trágica e innecesariamente a miles de millones de
seres humamos. Y con ellos también la dignidad y la alegría de estar vivo de
los supervivientes.” (Emilio Santiago Muiño, “Sobre el manifiesto Última
llamada (un punto y seguido personal)”, publicado en el blog del manifiesto
el 13 de julio de 2014; puede consultarse en http://ultimallamadamanifiesto.wordpress.com/2014/07/13/emilio-santiago-muino-sobre-el-manifiesto-ultima-llamada-un-punto-y-seguido-personal/
).
[10] Equivalente, más o menos,
a las destrucciones económicas causadas por las dos guerras mundiales del siglo
XX y el crack de 1929, todo junto. E
incluso tal estimación económica probablemente infravalora el problema…
[11] PNUD, Informe sobre
Desarrollo Humano 2007-2008. La lucha contra el cambio climático: solidaridad
frente a un mundo dividido, Mundi-Prensa, 2007.
[12] Alex de Sherbinin, Koko Warner y Charles
Ehrhart, “Casualties of Climate Change: Sea-level Rises Could Displace Tens of
Millions”, Scientific American, enero
de 2011.
[13] En
todo el mundo, en 1970-2010, se han producido por fenómenos meteorológicos,
climáticos e hidrológicos extremos un total de 8.835 desastres que han
provocado 1’94 millones de muertos y pérdidas económicas por valor de 2’4
billones de dólares. Desastres que a veces han sido tan terribles que uno solo,
como el ciclón que asoló Bangladesh en 1970 o la sequía de Etiopía de 1983, ha llegado a
provocar más de 300.000 muertos. Pero lo que sin duda resulta más dramático de
lo que refleja el Atlas es la progresión impresionante que se está produciendo
en el número total de desastres. Entre 1971 y 1980 se produjeron 743; 1.534 de 1981 a 1990; 2.386 de 1991 a 2000; y 3.496 de 2001 a 2010, es decir, 4,7
veces más en los últimos diez años que en la década de los años setenta del
siglo pasado.
[14] Daniel Tanuro, Cambio climático y alternativa ecosocialista
(Editorial Sylone, Barcelona 2015, p. 21.
Jorge Riechmann. Ética extramuros. UAM Ed. Madrid, 2017
Fotografía de Juan Sánchez Amorós
Fotografía de Juan Sánchez Amorós
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