“La experiencia de la domesticación [de
animales no humanos] demostró que, sometidos a presión, los seres vivos eran
capaces de una amplia gama de comportamientos y temperamentos y podía lograrse
de ellos que contribuyeran a su propia esclavización y se sintieran incluso
apegados a los dueños que los maltrataban. Pocos se daban cuenta de cómo el
dueño de esclavos era a menudo esclavizado por su víctima. En efecto, los seres
humanos comenzaron a intentar domesticarse entre sí pronto, y a reproducirse
para la subordinación y el dominio. Cuando aprendieron a domesticar también las
plantas, se convirtieron en las primeras víctimas de su invento. Una vez que se
dedicaron a arar y acaparar sus cosechas, a tejer y a cocinar en pucheros, una
vez que se especializaron en diferentes trabajos de artesanía, se vieron
obligados a trabajar para una minoría resuelta a monopolizar las cosas buenas
de la vida, terratenientes que organizaban el riego, sacerdotes que hacían caer
la lluvia y guerreros que protegían de los vecinos merodeadores. La primera
teología de la que tenemos noticia, la de Sumeria, afirmaba que los seres
humanos habían sido creados expresamente para liberar a los dioses de la
necesidad de trabajar para su sustento y que, si no lo hacían, serían
castigados con diluvios, sequías y hambrunas. Pronto, los reyes se declararon
dioses y los sacerdotes exigieron un precio cada vez más alto por sus
consuelos, tomando posesión de lotes de tierra cada vez más extensos. Los
nobles y las partidas de guerreros intimidaban a quienes preparaban la tierra,
perdonándoles la vida sólo a cambio de una parte de su producto, imponiendo una
tregua a su violencia a cambio de la ayuda en el pillaje de países extranjeros.
Así, una elite acumuló el poder que le permitiría vivir con gran lujo y
estimular el florecimiento de las artes; pero, para muchos, la civilización era
poco más que un asunto de protección mafiosa.”
Thedore Zeldin, Historia íntima de la humanidad, Plataforma
Editorial, Barcelona 2014, p. 156 (el original en inglés es de 1996).
Extraído de: Jorge Riechmann. Ética extramuros. Ediciones de la UAM
Extraído de: Jorge Riechmann. Ética extramuros. Ediciones de la UAM
El fin de las cáceles es hacernos creer que quien sale de ellas es libre. Pero vivimos encerrados en una terrible matrioska que nos conduce, entre narcóticos espejismos, de una prisión a otra.
ResponderEliminarEs esa matrioska la que hemos de destruir junto a TODOS los altares.
Salud!