Paseo
por la calle tranquilamente bajo la lluvia y entro a mi oficina (la
cafetería). Me apetece tomar rápidamente un café. No tengo mucho
tiempo hoy, pero aun así decido sentarme.
Detrás
de mí, dos chicos de no más de 16 años.
Uno
le dice al otro: Mira, no te tiene que dar vergüenza decir te quiero
a quien quieres y donde sea. A mí no me la da decirte que te amo.
Olvida lo que has aprendido hasta ahora. El mundo en que vivimos no
está hecho para nosotros, lo tenemos todo por construir. Ellas, las
mujeres, lo hacen, hablan de estas cosas normalmente. ¿Por qué
nosotros íbamos a ser diferentes? Tú eres mi novio y delante de
nadie te tienes que esconder ni avergonzar. Nos amamos, todo lo demás
no importa. Así que, nada de vergüenza y dime que me quieres. A mí
me encanta oírtelo decir. A lo que el otro joven añade: Ya sé toda
la teoría, pero me cuesta. Te prometo que lo intentaré... Oigo un
tímido te quiero y el sonido de un beso.
Cuando
me doy cuenta, se me ha hecho tarde. No llego seguro a la cita con el
cliente, pero me voy lleno de ternura.
***
Algún
día, ya de niña, oirás hablar de mí. Me conocerás aunque no del
todo. De mayor, y de una forma extraña, me extrañarás y, a partir
de entonces, algo de mí te enamorará, pero será por siempre un
secreto. Siempre estaré en ti, lo quieras o no y al final aceptarás
que tarde o temprano tendremos algo, aunque sabremos que no será
para siempre.
En
las malas épocas me recordarás. Pero sobre todo, cuando estés
triste y en los momentos más dolorosos será cuando me echarás más
de lo que imaginas de menos. Entonces, yo no te haré caso. Estaré
cerca de ti muchas veces sin que lo notes. Estaré pegado a ti en
muchas ocasiones, pero no te lo haré saber. Me gusta mucho verte
aunque no te tenga jamás, aunque no te abrace como a mí me gustaría
hacerlo.
Como
te decía, llegará un día en que ese día será el más importante
para ti, el más importante de tu vida, y nos veremos cara a cara y
entenderás todo lo que ahora te intento contar. Me darás la mano.
Yo te abrazaré con un abrazo como jamás nadie te habrá abrazado
antes. De la mano pasearemos sin prisa y, disfrutando del momento,
iremos hacia ese lugar que sabrás desde siempre y del de donde no
querrás regresar. Será nuestra última cita, la última tuya porque
a mí me estará esperando otra persona. Porque este es mi trabajo y
no puedo evitar enamorarme de quien tengo que acompañar hasta su
final y despedirla para siempre.
Este
que te ama a su manera y jamás te olvidará,
Firmado:
La
muerte
***
No
era un escritorio al uso, sino la tapa de algún mueble usada como
mesa. Lo recuerdo en mi casa desde siempre. Estaba muy desgastado y
sobre la tapa había letras y palabras marcadas, hechas seguramente
en momentos de aburrimiento al hacer los deberes o en los que me
quedaba por un instante pensando en cualquier cosa.
Pasar
por la superficie de esa madera la mano ahora, 40 años después, y
especialmente sobre esas marcas, me ha hecho recordar una tarde muy
especial...
Escribía
una carta de amor. En ella hacía saber a quién iba dirigida, que
entendía bien, que lo nuestro era un amor imposible. Intentaba decir
sobre un papel lo que no me atrevía a decir cara a cara.
Al
terminarla, la metí dentro de un sobre con su nombre y le puse
colonia de mi hermano. La mía era demasiado infantil. La guardé en
la cartera del colegio y, al terminar de beberme el vaso de leche, me
fui corriendo. La tuve en el bolsillo todo el tiempo, pues no
encontraba el momento de dársela sin que nadie me viera. Se acercaba
la hora de salir y la carta aún estaba en mi bolsillo.
Era
el último día de colegio y pasaría mucho tiempo hasta que
volviésemos en septiembre e incluso, seguramente, no iría con ella.
Tocó la campana de salida y los nervios se apoderaron de mí... Me
empezaba a dar vergüenza mi cobardía. ¿Qué podría pasarme?
Total, no es nada malo declararse y encima podría ser que dijera que
sí, aun sabiendo que había muchas cosas en contra... (Sí, así de
iluso era). De repente, se me ocurrió una idea.
Ya
no había casi nadie en la clase. Solo quedábamos unos pocos niños
corriendo por las mesas. Me acerqué a donde estaba ella recogiendo
sus cosas y le dije:
A
alguien se le ha caído este sobre al suelo y como tiene su nombre,
Seño, imagino que será para usted.
Se
la dejé sobre la mesa y salí pitando de allí por si la abría.
***
Recuerdo
uno de tantos días que "obligatoriamente" iba a visitar a
mi madre. Recuerdo que cada vez era la misma historia. Recuerdo
especialmente ese día. Ella me repetía que la semana pasada no
había ido a verla. Que se quería morir porque, qué hacía ella ya
en esta vida sino molestar. Que le dolía el hombro a todas horas y
que la otra noche estuvo a punto de morirse de lo mala que se puso y
no nos llamó por no incomodarnos. Que un día iremos a verla y la
encontraremos muerta. Que a ver cuándo traía a los hijos de mi
hermano para que los viese, que se moriría y no los podría ver.
Así
cada día que venía. Cada día lo mismo.
Mientras
hacía como si la escuchara, miraba a través de la vieja ventana de
madera repintada de barniz mil veces. Ese día llovía lentamente.
Mientras ella soltaba toda la letanía yo solo pensaba una cosa:
¿Cómo le podría decir, hacerle ver lo hermoso que es ver llover,
el regalo que eso es? ¿Cómo le podría explicar lo que se siente?
¿Cómo?
Ahora
lo entiendo. Éramos egoístas los dos y hablábamos diferentes
idiomas. Que ella, en su idioma, me decía: ¿Cómo le explico lo que
se siente? Lo que es estar sola y necesitar cariño y no saber
pedirlo.
¿Cómo
para entendernos...?
Shiro Dani. Cafe con vistas. Ed. Babilonia, 2017
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