… Dicen que hay que escribir de lo que uno sabe…
… Pero…
… y si no se sabe nada…
… O peor…
… y si uno cree que sabe sin saber en realidad…
… Cómo escribir entonces de la esperanza sin tener esperanza…
… Acaso porque otros la tienen…
… Dice ella…
… O porque la tuvieron… (un día en vano tal vez: o no…)
… Dice él…
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… Ayúdanos… Dice ella…
… Ayúdanos a ver todo lo bello que no observa nadie…
… ayúdanos a levantarnos cada mañana con un aliento nuevo en esta insoportable sucesión de hechos repetidos…
… Ayúdanos a no ser…
… a sentir que estamos quintuplicados y que somos finitos…
… Ayúdanos a encontrar un ángulo seguro…
… y muy alto desde el que saltar cada mañana temprano…
… ayúdanos a amar más este mundo…
… ¿Y esta desolación que nos cerca…? Dice él…
… No te corresponde a ti abismarnos aún más en las simas de la soledad…
… Los que tenéis el don de la mirada: dadnos esperanza…
… Dice ella…
Así comienza mi último poemario Recortes de un corazón herido: por la esperanza… Lo he leído porque aquí están algunas de las claves del asunto que hoy nos planteamos: ¿Estamos obligados a dar esperanza los que tenemos el don de la mirada…? ¿Cómo escribir de la esperanza cuando no se tiene esperanza, o cuando se sabe que ese sentimiento que anida en los corazones de tantos seres humanos inocentes y sufrientes ha sido utilizado y continúa siendo usado de mil formas diferentes para doblegarlos, para mantenerlos en la resignación de un presente inaceptable, ante la perspectiva de un tiempo futuro que no existe y que no existirá…?
Creo que es Hannah Arendt quien afirmaba que ser de izquierda en los tiempos de la desesperanza es vivir como si todo pudiese cambiar aun sabiendo que nada va a cambiar; esto es, vivir como si se tuviese esperanza, cuando se ha perdido toda esperanza… ¿Pero es esto legítimo?, ¿tiene, además, algún sentido? Más allá de un sentido paternalmente consolador, como aquel del mantenimiento de la ilusión de la fe por parte del cura descreído, don Manuel Bueno, de la famosa novela de Unamuno.
¿No es este, o esta concepción de la esperanza, un concepto religioso e idealista desmovilizador y paralizador…? Todas estas preguntas, y otras por el estilo, fueron las que me movieron a investigar, fuera y dentro de mí mismo, sobre este sentimiento tan elusivo y paradójico, con el que las personas que nos enfrentamos de un modo materialista e histórico a la realidad nunca nos hemos sentido del todo a gusto; y que siempre nos ha provocado una insidiosa incomodidad.
Y fue, a lo largo de esa investigación –dentro y fuera de mí mismo– para escribir este libro, como me encontré, de nuevo, tras muchos años, con un ensayo fundamental, El principio esperanza de Ernst Bloch, la más acabada y hermosa contribución, creo, desde el materialismo histórico, al esclarecimiento de la naturaleza de ese sentimiento tan común en las culturas occidentales de matriz judeocristiana. Y es lo que me llevó también a releer ciertos fragmentos de los Pasajes de Walter Benjamin, otra fuente preciosa de ideas al respecto.
Y fue en esas relecturas en donde descubrí algo central, que me tranquilizó, el espacio tiempo de la esperanza no es el futuro, es el presente. Es en el presente, en el presente colectivo y en el presente particular de los sujetos, en donde se manifiesta –existencial o materialmente– este sentimiento. Es tal como vivimos el presente, lo que hacemos y las decisiones que tomamos en el presente lo que nos señala como “seres con esperanza” o “seres desesperados”.
Es en este sentido en el que decidir tener un hijo, por ejemplo, cuando se es consciente de todo esto; o abrirse a lo comunitario, “hacer comunidad”, vivir en camaradería, como hacemos aquí, en estos encuentros, vengamos por las razones por las que vengamos, no importa (muchas seguramente un poco mezquinas). O actos como el de reciclar, cada día, nuestros residuos, a pesar de la objetiva inutilidad de tal conducta, pues estos o no se reciclan realmente o llegan a Asia y a África como auténticos desastres y plagas medioambientales y sociales; o ensartar, con mayor o menor fortuna, bellas palabras y hermosos conceptos –como hacemos también, aquí, nosotros–; o cuidar nuestro pequeño entorno, nuestro jardín privado, nuestros parques públicos e incluso bosques y valles enteros, y ahorrar algunos litros de agua en la cisterna de casa; o “comer sano”… Es en este presente tan paradójico y desolador en el que tenemos que decidir si nuestros actos son actos de esperanza o actos inútiles, inocentes y bienintencionados, cuando no estúpidos.
Las “mujeres de negro”, las “viudas de La Barranca”, ejemplo, donde los haya, de dignidad y de entereza (entre septiembre y diciembre de 1936, fueron fusiladas 407 personas en Lardero, cerca de Logroño, y, como no había espacio suficiente en el cementerio, los asesinos los tiraron en una cuneta cerca del pueblo, que hoy, gracias a estas mujeres, es un cementerio civil, el de “La Barranca”). Durante años resistieron humillaciones, desprecio y aislamiento de los suyos; de los que deberían haberlas acogido por su heroica y valerosa entereza. Me pregunto, ¿era la esperanza lo que las movía? Considerado, desde la perspectiva del tiempo, viendo cómo se enfrenta la mayoría de nuestro pueblo ante hechos de esa magnitud y cómo se comportan aún sus convecinos ante es heroica muestra de dignidad, ¿para qué ha servido finalmente todo ese sacrificio, el de esas “mujeres de negro”?
Y, si no esperaban nada, qué las mantenía en su puesto, ¿la pura fe en lo que hacían?, ¿o era auténtica caridad, amor desinteresado al prójimo, al otro, sea quien sea, lo que las guiaba? Sea como fuere, está claro que no es fácil para nosotros, quienes mantenemos una visión materialista e histórica del mundo y de la realidad, integrar en nuestra visión del mundo esas tres virtudes aceptadas comúnmente como centrales (las famosas “virtudes teologales”) en el universo judeocristiano.
Pero vuelvo a la pregunta inicial, sea cual sea la conclusión a la que lleguemos, ¿debemos dar esperanza los que tenemos el don de la mirada o decretamos definitivamente el estado de desesperanza?
Porque ¿qué mueve a los harragas que mueren en el Estrecho y que llegan a nuestras costas?, ¿la esperanza de la vida que podrían tener delante o la desesperación de la vida que dejan detrás? Contemplados los campos de concentración que jalonan nuestras fronteras, en Turquía, Grecia, Italia o Libia, o nuestros CIES; o el gran cementerio en el que se ha convertido “nuestro mar”; o la emergencia de los populismos xenófobos por doquier, a nuestro alrededor; si enfrentamos todo este desastre humano a la absoluta y general indiferencia de todos nosotros (sí, también de nosotros, los que estamos aquí), ¿queda algún hueco para la esperanza? Me pregunto y os pregunto. ¿Queda algún hueco para la esperanza?
Matías Escalera Cordero
Hola, entre tanta información y necesidad de descanso, si alguno de vosotros tenéis alguna respuesta o alguna otra pregunta en torno a la cuestión planteada, con tranquilidad y sin el agobio del tiempo podemos establecer desde aquí ese diálogo que no pudimos tener durante el encuentro. Un abrazo fuerte y buen mes de agosto. Matías
ResponderEliminarAl margen de la utilización que los diferentes poderes den a ese sentimiento básico e imprescindible, la esperanza es eso tan sencillo que nos hace levantarnos cada mañana; una de las emociones siempre presentes. Por supuesto que la esperanza es un concepto del hoy, actual, de ahora; su proyección en forma de deseos o sueños -si procuramos no excedernos en lo deseado- nos hace vivir con alegría. La religión -esa locura- también se ha apropiado de la esperanza y se inventa "cosas" intangibles; pero la esperanza, la mía, la tuya, Matías, la de todos, es algo muy de izquierdas -entiéndase: no de los partidos de izquierdas- y absolutamente ácrata: ¿por qué si no, tomaron las armas los nuestros en el 36?; ¿sólo defendían una forma de Gobierno?: ¡no!, tenían esperanza. Y a tu última pregunta: somos esperanza.
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