documentos de pensamiento radical

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jueves, 27 de julio de 2023

PREFERIRÍA NO HACERLO...




Esta mañana, jueves víspera de reyes, 5 de enero de 2023, cuando

son exactamente las 6 y 24 de la mañana, me viene un recuerdo

muy certero, que sitúo allá por 1989-1990, cuando trabajaba como

responsable del departamento de caballeros ( porque decir jefe

sería decir demasiado, ya que al fin y al cabo, no era más que otro

eslabón de la tropa de trabajadores, por muy responsable que

fuera), y recuerdo como al final de cada jornada, a eso de las

nueve, nueve y media, ya próximo al cierre de la tienda de C&A

Modas—de la que era responsable cuando me tocaba—me

entretenía en unas charlas muy animadas con el vigilante de puerta,

que como todos los negocios por aquella época (hoy día sigue

siendo así), custodiaban las entrada y salidas de los clientes con el

fin de persuadir a la gente de que no intentara el hurto de prendas

de ropa, que es a lo que nos dedicábamos.

En aquellas charlas, en especial con un vigilante en concreto, que

estuvo bastante tiempo con nosotros, hablaba yo principalmente de

mi anhelo por salir de aquella ‘esclavitud’ que para mí suponía estar

sujeto a aquel trabajo, bajo un horario por turnos, ya que la tienda

estaba en el primer gran centro comercial que se abrió en Málaga,

en las afueras de la ciudad por aquellos entonces, y por tanto tenía

un amplio espectro horario ininterrumpido, de 10 de la mañana a 10

de la noche. Comíamos además en el propio centro comercial, con

lo cual ahí fue donde empecé a aficionarme a comer hamburguesas

del McDonald, que también fue pionero en la ciudad por aquellos

entonces (la hamburguesa ya se comía en España desde hacía

tiempo, no obstante).

El vigilante, del que desgraciadamente no me acuerdo de su

nombre, tenía una hija con lo que ahora se denominaría una

‘enfermedad rara’, que la tenía postrada en silla de ruedas. Aquel

hombre estaba entregado en cuerpo y alma a aquella chiquilla, y su

deseo era también darle lo mejor posible, para que pudiera tener

una vida digna, una vida lo mas saludable posible, ya que aquella

enfermedad, en realidad, no tenía cura, y cada vez degeneraba más

hasta su final.

Así que cada tarde, una hora más o menos antes del cierre y

cuando la afluencia de clientes iba disminuyendo notablemente, nos

disponíamos ambos a contarnos mutuamente nuestros anhelos.


Yo le hablaba del ansia de libertad (que por aquellos entonces tenía

contenida). Le hablaba de mi rebeldía contra el sistema, algo quizá

heredado de la contracultura española de los años 70, y que

aunque a mí me cogió muy niño aún, tras la muerte de Franco en

1975 con tan solo 12 años, de alguna manera creo que dejo un

poso, que fue avivado además, por las continuas charlas y

conversaciones con mi amiga Maribel, de la CNT de Málaga, en el

barrio de Miraflores de los Ángeles, en su tienda, con aquella

pandilla formada por mis amigos José Miguel, Carlos y Paquito,

todos pertenecientes a los coros y danzas, vestigios de la antigua

sección femenina de la falange española, escondidas en lo que se

llamaba la O.J.E.

Le hablaba desde mi perspectiva ecológica, desde mi amor por la

naturaleza, de mi respecto hacia ella, de mi necesidad de vivir

conforme a sus leyes, desprovisto de artificios y artefactos de

consumo. Le hablaba de romper las cadenas del eslabón del

trabajo, que nos mantiene sujeto (Y eso que entonces ni conocía ni

había leído aún, a Bertrand Russell con su ‘Elogio de la ociosidad’,

ni a Robert Louis Stevenson en su ‘En defensa de los ociosos’, ni

tampoco conocía ni había leído a Paul Lafargue en su ‘El derecho a

la pereza’, ni siquiera había leído—por entonces—al gran Bartleby,

el escribiente, de Herman Melville con su: “Preferiría no tener que

hacerlo…”; en fin, todos ellos alegatos al derecho a decidir si

queríamos encadenarnos de por vida o no , a un trabajo, que lo más

que nos hacía era reportarnos un dinero que necesitábamos para

vivir, dentro de la sociedad de consumo capitalista, de la cual

formábamos parte (y seguimos formando parte).

El vigilante, se entusiasmaba con mis charlas alentadoras, y

recuerdo que ya hacia el final de mi permanencia en aquel

trabajo—que finalmente dejé en la primavera de 1990—optó por

irse a vivir fuera de la ciudad, en una parcelita que alquiló en el

pueblo de Cártama, con su terrenito para sembrar sus tomates y

cebollas; un lugar donde su hija, pudiera tener al fin, un espacio

donde poder estar en contacto con la naturaleza, para que pudiera

absorber los rayos del sol directamente sobre su piel, donde pudiera

respirar al aire libre, fuera de los humos de la ciudad; donde en

definitiva, poder construir junto a ella, junto a su hijita, unos nuevos

sueños de libertad.


Los mismos sueños que hoy día albergo de nuevo, cumplidos ya los

60 años, ahora cuando la jubilación que hasta no hace mucho era a

los 65, se aleja hasta los 67. Y que me coge—de nuevo—con esas

mismas ansias de libertad que por aquellos entonces dibujaba en

mis sueños con aquel vigilante de puerta y su hijita.




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