A todas mis ancestras
Cuando tenía diez años
me explotó una bomba entre las piernas.
Creí que iba a morir de dolor.
Un agujero implacable me horadaba
y perforaba mis entrañas.
La infancia se desgarró
y saltó por la ventana.
Cuando tenía diez años
descubrí que podía mi cuerpo
engendrar otro cuerpo.
En la primavera de cada mes
sobrevivo a un naufragio de amapolas.
Ansío comer pizza y chocolate a deshoras
y no soporto el olor de la mandarina.
Por mis venas se combustiona electricidad.
Un enjambre de alfileres se me clava en los riñones.
Sabe a arcilla la saliva
y a óxido de hierro el sudor.
Mi vagina descorcha una botella de champán efervescente.
Mi ombligo germina una jugosa sandía,
trufada de dinamita con pepitas de miel.
Rebosan de lluvia los pechos
y de mis pezones brotan lagartos y margaritas.
Cuando desciende por mis caderas la luna púrpura
presiento el rugido de las leonas,
añoro el templado regazo de las marsupiales,
descifro el canto de las ballenas,
y en su aleteo evocan mi aliento las abejas.
En la primavera de cada mes
mi corazón se hace agua;
se posa en mi hombro el colibrí más indefenso,
y me convierto en nodriza de las gatas callejeras
y de las perras en celo.
Se incrustan en mi nuca los alaridos
de los heridos que habitan esta tierra herida,
y mi propio alarido nace
de todas las sufrientes de dos pies
y de las torturadas a cuatro patas.
Mis huesos arrastran un cansancio extremo,
un cansancio heredado
de atavismos remendados entre hormonas e instintos,
patrimonio de nuestro sexo lábil.
Mis manos heredo en llagas
de costureras, lavanderas, jornaleras, cocineras, esclavas, brujas y rameras,
desdentadas, artríticas, ignorantes, ultrajadas y violentadas;
manos de pintoras, médicas, astrónomas, escritoras,
hacedoras silenciadas.
[Como ellas, tantas veces, yo también
vi mermar mi sueldo,
el trabajo y las oportunidades
porque mi nombre se escribe con a.]
Árbol de madres hermanas abuelas hijas
que retoña bajo un techo de cristal,
linaje de hembras zurcido a golpes en la historia.
Mis venas se remontan
a los primitivos aullidos homínidos de la pequeña Lucy, luchando por subsistir,
a la pelvis madura de una Eva huérfana de madre y sin cordón umbilical,
al útero telúrico que perpetuó mi huella día a día, año a año, siglo a siglo
hasta engendrar azarosamente el cuerpo que habito,
cuerpo hogar interior de selvas matinales y desiertos nocturnos.
Sus paredes se sostienen en una argamasa anudada
de cicatrices y calostro;
y en sus curvas y circunvoluciones
fructifican hipsípilas y cristales, almendras y escarcha, rizomas de alma.
Un flujo racial recorre mi vulva forjada con polvo de estrellas,
y se extiende hasta las arrugas y cromosomas
de la descendencia futura de mi costilla.
Me arden los ovarios en un magma de magnolias,
orugas y peces.
Soy una mujer que está ovulando
gota a gota
flor a flor
la genealogía humana que ha llegado hasta mi vientre.
Soy carne que engendra vida,
vida que engendra carne.
Soy sangre.
Porque me hice mujer, por regla de naturaleza impuesta,
me pregunto si también los hombres
descubren a los diez años
que ya son hombres.
Cómo habría cambiado mi vida de haberme llamado Emilio.
Emilia Pardo Bazán
Lola López Martín,
Con la hiel en los labios,
Editorial Ultramarina,
Sevilla, 2023.
Yo descubrí que era hombre a los 9 años, solo, asomado a la balaustrada de la Alameda de Apodaca, frente a la mar. De algún modo telúrico y existencial, comprendí mi insignificancia.
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