IV
…el latido íntimo de la caída
idéntica...,
Diario de un poeta reciencasado,
J. R. Jiménez
Salgo hacia Mérida, regreso del viaje, regresamos,
yo conduzco, tú duermes, y el sol cae;
las nubes lo cubren parcialmente, lo sonrojan
y él pone colorete a las mejillas de la tarde.
Tú duermes. Yo pienso y te miro por el espejo.
Si estuvieses despierto, señalaría el horizonte
por donde el sol se esconde. El otro, no
(solo ahora reparo que hay otro), por donde la luz
ya ha dejado de ser luz. ¿No te imaginas
que te digo: «¡Mira!, ya no se ve nada»?,
mientras el sol deja sus arreboles de muerte
en el otro lado. Tú duermes, yo conduzco, regresamos.
Has jugado toda la tarde con la abuela. Es lo primero
que le has dicho a tu madre,
que esperaba en Mérida tu regreso
(solo el tuyo), regresamos.
Yo conduzco, tú duermes,
porque tanto salto en la cama, tanto globo
y tantos besos
te han dejado agotado, y caes
en tu sillita, porque has dejado colorete en las mejillas
de tus viejos. No hay nada
al otro lado, ni siquiera la muerte.
Tú duermes, yo conduzco, regresamos,
como siempre que venimos a Cáceres.
Cuando hayamos llegado, podré esperarte.
Yo conduzco, tú duermes, regresamos.
En Ucrania, una madre llora —lo dice el telediario
(lo dice un reportaje)— la muerte de su hija
de seis años.
Los médicos no hicieron nada. No
pudieron. También lloran.
Las balas sí hacen
algo.
Yo conduzco, tú duermes, regresamos…
y el sol cae idéntico a otras veces.
V
Los ojos no pueden verse a sí mismos. No pueden,
por sí mismos, reconocerse positivamente.
Alguno quizá sepa —según creo los mejores son los negros—,
que ven, hacen del mundo otro objeto:
ellos miran y un orden atraviesa
las calles, los coches, los jardines con sus flores. Descubren
una notoriedad de marioneta
y un anhelo como de cueva.
Pero se cruza un gato, ¡ah, del gato!, se dicen,
porque se detiene un instante:
también tiene ojos. Se preocupan,
algunos incluso entienden (en esto ganan los azules —según creo—,
se asustan los marrones). ¿Qué estará viendo?,
preguntan los ojos
y miran…
Luego pasa y maúlla.
Los ojos no pueden verse a sí mismos. No pueden,
por sí mismos, reconocerse positivamente.
Alguno, sin embargo, quizá sepa,
solo quizá—según creo—.
Que se lo pregunten a los espejos.
Jaime Covarsí. Regreso a las azoteas verticales. ERE, 2023
Ilustración. La mar amarilla de George Lacombe
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