Esta mañana, jueves
víspera de reyes, 5 de enero de 2023, cuando son exactamente las 6 y 24 de la
mañana, me viene un recuerdo muy certero, que sitúo allá por 1989-1990, cuando
trabajaba como responsable del departamento de caballeros ( porque decir jefe
sería decir demasiado, ya que al fin y al cabo, no era más que otro eslabón de
la tropa de trabajadores, por muy responsable que fuera), y recuerdo como al
final de cada jornada, a eso de las nueve, nueve y media, ya próximo al cierre de
la tienda de C&A Modas—de la que era responsable cuando me tocaba—me
entretenía en unas charlas muy animadas con el vigilante de puerta, que como
todos los negocios por aquella época (hoy día sigue siendo así), custodiaban
las entrada y salidas de los clientes con el fin de persuadir a la gente de que no intentara el
hurto de prendas de ropa, que es a lo que nos dedicábamos.
En aquellas charlas, en
especial con un vigilante en concreto, que estuvo bastante tiempo con nosotros,
hablaba yo principalmente de mi anhelo por salir de aquella ‘esclavitud’ que
para mí suponía estar sujeto a aquel trabajo, bajo un horario por turnos, ya
que la tienda estaba en el primer gran centro comercial que se abrió en Málaga,
en las afueras de la ciudad por aquellos entonces, y por tanto tenía un amplio
espectro horario ininterrumpido, de 10 de la mañana a 10 de la noche. Comíamos
además en el propio centro comercial, con lo cual ahí fue donde empecé a
aficionarme a comer hamburguesas del McDonald, que también fue pionero en la
ciudad por aquellos entonces (la hamburguesa ya se comía en España desde hacía tiempo,
no obstante).
El vigilante, del que
desgraciadamente no me acuerdo de su nombre, tenía una hija con lo que ahora se
denominaría una ‘enfermedad rara’, que la tenía postrada en silla de ruedas.
Aquel hombre estaba entregado en cuerpo y alma a aquella chiquilla, y su deseo
era también darle lo mejor posible, para que pudiera tener una vida digna, una
vida lo mas saludable posible, ya que aquella enfermedad, en realidad, no tenía
cura, y cada vez degeneraba más hasta su final.
Así que cada tarde, una
hora más o menos antes del cierre y cuando la afluencia de clientes iba
disminuyendo notablemente, nos disponíamos ambos a contarnos mutuamente
nuestros anhelos.
Yo le hablaba del ansia de
libertad (que por aquellos entonces tenía contenida). Le hablaba de mi rebeldía
contra el sistema, algo quizá heredado de la contracultura española de los años
70, y que aunque a mí me cogió muy niño
aún, tras la muerte de Franco en 1975 con tan solo 12 años, de alguna manera
creo que dejo un poso, que fue avivado además, por las continuas charlas y
conversaciones con mi amiga Maribel, de la CNT de Málaga, en el barrio de Miraflores de los Ángeles, en
su tienda, con aquella pandilla formada por mis amigos José Miguel, Carlos y Paquito,
todos pertenecientes a los coros y danzas, vestigios de la antigua sección
femenina de la falange española, escondidas en lo que se llamaba la O.J.E.
Le hablaba desde mi perspectiva
ecológica, desde mi amor por la naturaleza, de mi respecto hacia ella, de mi
necesidad de vivir conforme a sus leyes, desprovisto de artificios y artefactos
de consumo. Le hablaba de romper las cadenas del eslabón del trabajo, que nos mantiene
sujeto (Y eso que entonces ni conocía ni había leído aún, a Bertrand Russell
con su ‘Elogio de la ociosidad’, ni a Robert Louis Stevenson en su ‘En defensa
de los ociosos’, ni tampoco conocía ni había leído a Paul Lafargue en su ‘El
derecho a la pereza’, ni siquiera había leído—por entonces—al gran Bartleby, el
escribiente, de Herman Melville con su: “Preferiría no tener que hacerlo…”; en
fin, todos ellos alegatos al derecho a decidir si queríamos encadenarnos de por
vida o no , a un trabajo, que lo más que nos hacía era reportarnos un dinero
que necesitábamos para vivir, dentro de la sociedad de consumo capitalista, de
la cual formábamos parte (y seguimos formando parte).
El vigilante, se
entusiasmaba con mis charlas alentadoras, y recuerdo que ya hacia el final de
mi permanencia en aquel trabajo—que finalmente dejé en la primavera de
1990—optó por irse a vivir fuera de la ciudad, en una parcelita que alquiló en
el pueblo de Cártama, con su terrenito para sembrar sus tomates y cebollas; un
lugar donde su hija, pudiera tener al fin, un espacio donde poder estar en
contacto con la naturaleza, para que
pudiera absorber los rayos del sol directamente sobre su piel, donde pudiera
respirar al aire libre, fuera de los humos de la ciudad; donde en definitiva,
poder construir junto a ella, junto a su hijita, unos nuevos sueños de
libertad.
Los mismos sueños que hoy
día albergo de nuevo, cumplidos ya los 60 años, ahora cuando la jubilación que
hasta no hace mucho era a los 65, se aleja hasta los 67. Y que me coge—de
nuevo—con esas mismas ansias de libertad que por aquellos entonces dibujaba en
mis sueños con aquel vigilante de puerta y su hijita.
Rafael Santana. Diario de una inquietud
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