XII
Me llamo Françoise, de lo cual me pesa,
nacido en París, cerca de Pointoise,
y atado a la punta de una cuerda gruesa,
mi cuello sabrá si mi culo pesa.
«Copla hecha cuando fue condenado a
muerte», Poesías, F. Villon.
Pensar en la lotería es un acto ontológico integral. Sin suceder, revuelve el futuro, lo abarca
adivinatoriamente, dibuja unos contornos gruesos, estables y bien definidos adelantando algo
muy poético: «lo que podría ser», que, por un momento, y para que nadie dude de su veracidad,
se hace tan real como el hombre del saco (¿irá vestido de rojo, tendrá la barba blanca y reirá a
carcajadas?).
Al respecto, podría decir que si a mí me tocara la lotería, guardaría el dinero un año, al menos, o
quizá dos. Esperar no le haría demasiado mal a mi nueva vida (la lotería también es una
resurrección) antes de gastarlo.
Tendría que hacer numerosos cálculos antes de cobrar el codiciado premio. Lo mejor sería
empezar por el final y volver hacia el presente, hacia esa irrealidad vivida tantos años, tan
histórica ya (reducción decimonónica): la vejez, la jubilación, mis últimos cursos en el instituto.
De trabajo no me queda tanto, si me tocara la lotería, pienso, o simplemente si pienso en que me
tocara la lotería. Veamos: la juventud ya la he agotado; la adolescencia y la infancia volaron…
Si me toca la lotería, sabré ahorrar el dinero, no el tiempo. Renacer es lo que tiene, uno vuelve
con una conciencia cronológica incorporada. La lotería es ineludible, una maestra de distancias
imposibles que se hacen añicos en un santiamén. Hay que hacer cuentas: X dinero dividido
entre treinta, por si acaso. Lo primero, como digo, será imaginarme viejo: necesitaré
bastón, una gorra para la cabeza y pañales, muchos, no sé cuántos…
Y si me tocara enamorarme —también circunstancia muy poética, tan de «lo que podría
ser», según el Estagirita—, esperaría igualmente un año, o quizá dos antes de agotarlo
(me pregunto cuándo y cómo se gasta). En cualquier caso, ahora, con la cabeza todavía
fría, en este invierno todavía de los sentimientos no azotados por una tormenta de
verano, he de hacer algunos cálculos. Me sorprende comprobar que se parece a una
lotería (pero ahora quiero ser el hombre del saco). También he de empezar por el final:
la vejez y sus arrugas, la jubilación, mis últimos cursos de instituto.
Ya no me quedan ni tiempo ni ganas: el interés y el sexo volaron. Estas son las cuentas:
X de algo dividido entre cinco, por si acaso. Lo primero, como digo, será imaginarnos
viejos: los dos agarrados de la mano (no del pescuezo) hablando de literatura o de arte, luego,
con una sonrisa, ayudarnos con los pañales, muchos, no sé cuántos…
Lotería y amor, sopeso. Me convierto en una trutina, con sus dos platillos expuestos: en
un lado, el amor lascivo (porque amar a mi edad es siempre un acto impúdico, irreal,
poético, un «lo que podría ser», ya saben) y del otro, la costumbre y su lotería. Como en
los Carmina Burana: eligo quod video, esto es, el dinero, seguir jugando: al fin y al cabo, podré pagar
(si me toca la lotería) a alguien para que, por un módico precio (X divido entre pocos años),
compruebe, con una sonrisa, «si mi culo pesa».
Jaime Covarsí. Regreso a las azoteas verticales. ERE, 2023
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