Un día cualquiera
La muerte nos manda telegramas todos los días para bajarnos
los humos y que no montemos escenitas el día inevitable.
Los valientes, los ignorantes voluntarios o no, seguimos
siendo inmortales y vamos por la vida cantando Tralarí-Tralará.
Los padres se mueren —ley de vida— y seguimos cantando
Tralarí-Tralará. También se te muere el perro, pero no
llores que te voy a comprar otro más bonito, y nosotros a lo
nuestro, Tralarí-tralará. Tu amigo te cuenta que le quedan
dos años con una magnífica calidad de vida y tú no sabes qué
decir porque tú no vales para eso y te inventas una excusa
que suena a falso para los dos y te vas con tu novia a cenar a
un chino y le cuentas que es un asco de vida, sólo para que
ella vea que tienes sentimientos, y os invitan a un horrible
licor de flores y con eso basta para seguir Tralarí-Tralará.
Llegas al trabajo y unos señores de un sindicato te dicen
que si no quieres venir a trabajar sólo te va a costar 200
Euros al mes, y rellenas la solicitud de la jubilación anticipada
y en la casilla de edad pones 62 y tienes ganas de
contárselo a alguien y vas a casa, Tralarí-Tralará, pero por el
camino recuerdas que tu mujer tiene revisión en el hospital
del centro y cuando llegas allí la encuentras llorando en un
café con leche y le preguntas qué le pasa y ella dice que nada
y tú le cuentas lo interesanten que tiene que ser ver Grecia en
invierno y, aunque no le pasa ada, ella sigue llorando.
Entonces te das cuenta, se está muriendo, y la miras largo
tiempo en silencio y te acuerdas de que no estaba dada
de alta limpiando casas y que no te va a quedar pensión de
viudez y te dan ganas de decir «te lo dije», pero no se lo dices
y la coges de la mano y salís juntos a la calle y tú intentas
empezar a cantar ¿Tralarí...? ¿Cómo era aquello? ¿Tralará?
No sabes, no te acuerdas. Bueno, tampoco importa.
Los escritores profesionales
Los monos de cola blanca eran los únicos que dominaban el
arte de trepar a los plataneros. Solo ellos conocían las complicadas
reglas de la artística ascensión. Abastecían con regularidad
las necesidades del resto de la comunidad formada
en su mayor parte por monos de cola marrón. Cuentan que
un mono osó saltarse las reglas y trepar, con más pena que
gloría, a la palmera. Carente de gracia y arte, alcanzó los alimentos.
Magullado y con sonrisa blanca descendió y ofreció,
generoso, los plátanos. Los monos de cola blanca le miraron
con un desdén fingido. Los monos de cola marrón se limitaron
a apedrearlo hasta la muerte.
La conciencia
Tengo la conciencia tranquila. Sólo que no es la mía.
Un secreto
Ayer se compró alegre un par de zapatos nuevos, pero sólo
vosotros, lectores, sabéis que es su último par.
Ramón Santana. Presupuesto sin compromiso. Ed. Baile del Sol, 2014
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