Leer a las otras que, antes que tú,
leyeron a otras otras,
buscando a la vez una voz y su eco.
Sacar una foto de familia y
constatar
que, aunque nadie nos viera,
también tuvimos rostro.
¿Cómo nacer de un hueco, de un
grito
que ya nadie recuerda?
¿Cómo nacer sin madres,
si alguien raspó hasta casi
borrarlos
sus ojos y sus versos de la
historia?
Por eso hubo que hurgar en la
basura,
sin pararse a pensar
si fue por repulsión o fue por
miedo
como acabaron allí tantos poemas.
Hace décadas que estamos excavando.
Con una larga pala, torcidas las
espaldas,
somos ésas que desentierran
lo que otros enterraron con esmero.
Para ser escritora,
tendrás que seguir con la espalda
torcida.
Leer a las otras que, antes que tú,
leyeron a otras otras.
Y convertirte a
la vez en voz y en eco.
Quién sabe cuánto barro
Y ¿qué hay de
las hermanas
que, para poder
escribir,
apretaron sus
pechos bajo paños
hasta quedarse
sin aire?
¿Qué hay de las
que tuvieron
que inventar una
firma
que pudiera
leerse con voz ronca?
Hasta las que
bordaron con palabras
estaban
asustadas
(quizás más que
ningunas).
Y las más
peligrosas,
ésas a las que
colocaron en fila
y apuntaron con
sus brillantes bolas,
¿dónde fueron a
parar una vez derribadas?
¿Qué gancho de
metal las sacó de la pista?
¿Pronunciaremos,
quizás,
con la misma
fluidez con que decimos
Homero-Flaubert-Cervantes-Shakespeare,
los nombres de
las otras enterradas?
Quién sabe
cuánto barro
las separa del
mundo, de los libros.
Quién sabe
cuántas locas del desván,
en sus secretos
escritorios,
se dedicaron a
detonar botes de tinta.
Quién sabe
cuántas madrigueras
cavaron
escribiendo,
cuántas grutas
estrechas, cuántos pozos.
Quién sabe cuán
profundo
habría que
escarbar para encontrarlas.
El resto era silencio
Hubo mujeres
que procuraron
borrar con su escritura
la escritura de
siglos y siglos y siglos
de escritura.
Hubo mujeres que
trataron
de poner sus
palabras
encima de
palabras anteriores:
las que ellos
habían dejado caer
sobre sus bocas,
al tiempo que
apretaban las mordazas.
Hubo mujeres que
intentaron
romper los
relatos de piedra
que habían sido
tallados al principio del mundo
(repitiéndose
desde entonces
alrededor del
fuego,
donde se cuentan
las cosas importantes).
Hubo mujeres que
aprovecharon
que sus hijos
cantaban en la iglesia
para rayar la
luz de las vidrieras
buscando bajo la
Verdad otras verdades.
Hubo mujeres que
apartaron de un manotazo,
como se aleja a
las moscas de la sopa,
a Santo Tomás, a
Freud, a Milton
y al resto de
señores con sombrero
para quienes
ellas fueron únicamente
unos seres
delgados, susurrantes.
Hubo mujeres
que,
al escribir,
borraron,
pues sospechaban
que sólo
en mitad de esa
raya
con forma de
horizonte
se abría un
punto de fuga diminuto:
el único
posible.
Hubo mujeres que
supieron,
sin que nadie
tuviera que decirlo,
que una vez
superados los confines
de aquella
tachadura,
el resto era
silencio.
Esas huellas son tú
En la historia hubo bordados rosa
palo
y una lista infinita de lazos,
broches, tocados y sombrillas.
Las mujeres, sentadas en la hierba,
admiraron a los jugadores de
críquet
con las piernas primorosamente
cruzadas.
Pero no todo eran síes detrás del
abanico.
En la historia
hubo dedos deslizándose
sobre cuentas de nácar,
miles de rojas bocas
rogando al mismo dios
que había cerrado todos los
pestillos
desde fuera.
En la historia hubo ojos
detrás de las cortinas
y un luto de serrucho
hiriendo la vida hasta talarla.
Hubo casas de retiro y camisas de
fuerza.
Baños fríos y un palo entre los
dientes
justo antes de cada nueva descarga.
En la historia hubo hermanas
frotando las baldosas sobre las
que,
el día anterior,
se habían desangrado otras
hermanas.
Era enjuagar o morir
(y ambas cosas dolían).
Temblé con el temblor de cada una
y reí con su risa,
porque también rieron.
Y es que la historia estuvo llena
de pequeñas victorias
de las que ningún diario se hizo
eco:
gritos agudos que rompieron las
copas
justo antes del brindis,
miles, millones de palabras
escritas cuando el trigo estaba
alto,
justo antes de comenzar la siega.
Minúsculas pisadas
(las propias de quien anda de
puntillas)
adentrándose en los bosques más
azules:
la húmeda memoria de aquéllas que
escaparon.
Aunque el tiempo y el espacio no
coincidan,
ese rastro encaja con tu sombra.
No intentes olvidarlo:
esas huellas son tú y nombran el
camino.