Cabo Verde es un país depresivo para ser africano, por culpa de la conquista portuguesa, y que por ende baila menos. Se come regular tirando a mal y se aprecia un fuerte arraigo del catolicismo, obra también de nuestros vecinos lusos. Son buena gente, en líneas generales, pero sin grandes aspiraciones. Al final, como un onubense y un parisino, desean un iPhone, ser famoso y ganar mucho dinero. No existe en la isla de Sal una sola librería. Y su Casa de la Cultura es dirigida por una mujer que lo primero que me dijo al conocerme, ya en confianza, es que tiene dos casas y que va a por la tercera, todas en una isla (Sal) que de norte a sur mide 25 kilómetros y de este a oeste entre seis y dos. Sólo hay una carretera. Quince iglesias. Aunque la mayoría son de asuntos brasileños extrañísimos, variantes católicas extremas donde las gentes, ataviadas con túnicas blancas que resaltan aún más con el color de piel, cantan abrazados. Esa broma cuesta cuota mensual. Los niños también participan. Como no hay prensa y sí mucha fe desconozco el nivel pederasta del capo. El asombroso azote del viento ayuda a que todos vivamos sin poder comunicarnos. Lo bueno de Sal es que por la calle es imposible utilizar el móvil. Gracias, naturaleza.
Hoy, una señora de Barcelona, me preguntó si me mezclo con la cultura local. Mi respuesta, en cursiva: Ni hay cultura ni me mezclo. Aquí los nativos del resto de islas sólo vienen a trabajar. Y yo, como mucho, me acerco al Pontao a por un atún y al mercado a por verduras. El vino tinto lisboeta me lo trae un señor en furgoneta.
El océano es brutal. Sus playas, semi desérticas. Y hay cierta amabilidad, respeto por el prójimo –algo bueno podía tener el catolicismo a sangre y fuego– y seguridad: esta isla es un experimento donde hay policía preparada para detener o golpear a los que se atrevan a robar. Aquí pagan Hilton y los gigantes españoles Ríu y Meliá. No quieren quejas de sus clientes.
Joaquín Campos. inédito