None but ourselves can free our minds
Redemption Song, Bob Marley
Decía una canción algo de “freedom”.
Eso entendíamos,
o creíamos entender
en nuestro torpe inglés de las tabernas;
y que ella era así:
altiva y delincuente.
Que aparecía mencionada en canciones de culto que cantaban prófugos.
Que la buscaban poetas malditos en sus versos delictivos,
nada recomendables como lectura obligatoria.
En los bares,
en aquellos bares multiusos
de la juventud
(que servían para todo:
unas birras, aceitunas, octavillas,
pero sobre todo para el amor y la insurgencia)
buscábamos a tientas su rostro de incendiaria.
Sabíamos que había padecido un pasado imperdonable
(su marido la pegaba)
pero que aún frecuentaba las noches y el alcohol;
y que fumaba cigarrillos sin filtro
manchados de añoranza,
y que hacía proposiciones deshonestas
a los jóvenes airados,
esos muchachos que le piden demasiadas cosas a la vida.
Porque ella era una dealer de sueños incorruptos,
una traficante de esperanzas rotas,
una militante de restituciones aplazadas,
y que le era, por tanto, imposible resistir la tentación de la ternura,
la última caricia de la frágil juventud.
Algunos, sin embargo, la tachaban de perdida,
de ramera perfecta,
con arrogancia y celo,
(eran tipos poderosos, o pretendían serlo,
mercachifles, arribistas,
siervos acaso del lujo y hermanos de la sed),
y la tildaban de puta impertinente
al tiempo que soñaban con tirársela una noche
para el propio beneficio,
ese afán insensato que ensangrienta las manos y desprecia al amor.
Ella solía vengarse a través de las palabras
( los poemas eran suyos,
las canciones, los relatos eran suyos)
que devolvían a las cosas su nombre verdadero.
A falta de otras glorias,
prevalecía en los sueños por las armas de la literatura.
En cuanto a nosotros, los jóvenes airados de aquellos bares multiusos,
los que sabíamos canciones que decían algo de ”freedom”,
los que pedíamos justicia y cerveza acodados en las barras,
he de confesar que dedicamos muchos años a la autoindulgencia,
al perdón de los pecados,
al trato con las absoluciones.
Y que nos fuimos degradando
lentamente,
al ritmo febril de las renuncias;
y que nos maquillábamos de desdén y de arrogancia;
y que consumíamos drogas, artilugios,
resorts imperdonables.
Y que mentíamos sin éxito a la muerte y a la vida,
disimulando ante los espejos
nuestra graves derrotas,
sin que ella se dignara ni siquiera a contemplarnos.
De ese modo, decíamos, vengábamos nuestros sueños juveniles,
no sólo degradándolos
sino celebrando su derrota en fiestas insensatas.
Luego, al volver a casa,
en el silencio de la noche,
con las luces apagadas,
con el cansancio detenido,
cuando es imposible mentirse de nuevo,
encontrábamos grabados
en las sombras, en los ecos,
en el goteo de los grifos,
el paso legendario por nosotros de su gloria,
de su belleza salvaje y su deseo.
Y así era:
amar en sueños su incuestionable ausencia,
mientras la vida se ocupaba en despedirse de todos,
como suele hacer siempre,
innoble y deslumbrante.
No es la derrota, es la claudicación la que fulmina pasado, presente y futuro.
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