Uno se cansa de mirar anuncios en la acera,
de
leer las palabras que dicen los letreros,
de
recorrer las calles diariamente;
uno
se va cansando del trabajo,
la
ocupación que decide saber si hoy es lunes o
[domingo,
observar
el último refresco o el tabaco de América
que
el ministro de Sanidad intenta prohibir con
[luminosos
en el metro,
en
los estancos, en las paradas de autobuses.
Uno,
mientras surge lo alegre,
se
cansa de amar,
de
volver a la infancia y su difícil tránsito,
se
cansa de ser adolescente o niño
o
jugador de fútbol en portones oscuros
donde
todos cometimos algún atropello
con
un balón, con un cigarro o con unos labios de
[mujer.
Uno
se va cansando,
y
se llega a una edad donde el riesgo es el hábito,
donde
soñar con tu cuerpo se va haciendo cada día
[más puro
aunque
te marches después de cada clase
y
no digas “adiós, mejor será que vengas esta
tarde a casa”.
Uno
ya ha decidido lo que será su vida,
haber
quemado tanto, casi la mitad,
y
no tener alegrías,
un
sufrimiento, una mujer de la que estar enamorado,
y
recuerdo que era bella y buena y trabajadora,
pero
uno se cansa y acaba por decir
“Nunca me casaré contigo”
y
lo va repitiendo en la cabeza
y
se va iluminando como el corazón de un santo
[milagroso que habitaba en
mi pueblo.
Se
cansa, y el cansancio es un estado civil como la
[soltería,
el
matrimonio o la viudez,
como
todas las vidas,
como
los viajes que son imprevisiones.
El
viaje es una imprevisión que nos delata al mar,
que
nos va delatando mientras dura un instante
y
nos hace pequeños y abultados,
nos
encoge las manos,
nos
cambia la razón y la existencia,
y
todo siempre al mar,
a
las olas que vienen y se marchan con su música de
[aquí te quiero ver,
y
no puedes mirarlo fijamente,
porque
uno observa el mar que es siempre el mismo
y
es también diferente y tan originario.
El
viaje a la infancia suele hacerse en los momentos
[de dolor,
en
esos segundos en los que pedimos perdón por
[cualquier cosa:
por
lo que hemos sido y hemos amado,
y
hemos amado mucho.
Ahora
viajo a Moguer, ahora viajo a la infancia y no
[puedo olvidar las
calles de Moguer,
el
ruido del bar enfrente de la casa que ocupaba,
la
habitación de José Antonio cargada de estatuillas
que
los expertos solían denominar imaginería,
y
estaban todas tan desordenadas
que
el orden de ese cuarto era impropio del orden
[de
la vida,
pues
en toda humillación ha de existir el orden y el
[desorden,
y lo
segundo es cuerdo.
Y
he dicho ya que algunos hablaban de la imaginería
[cuando entraban en la habitación de José
Antonio:
un
santo que ha perdido un brazo por recuerdo
y
tiene que ser imaginado,
una
madonna roja como el sauce que desconoce la
[paciencia,
en
fin, una imaginería de ser la imagen más profunda,
el
recuerdo más claro de la vida
y
el amor a tu cuerpo,
que
algunos expertos solían denominar imaginar y
[recordar.
José
Antonio era bueno, tenía la voz pequeña pero
[firme,
si
le hablabas los lunes debías esperar que contestara
[el
martes,
aunque
siempre lo hacía,
como
también gustaba recordar los escudos heráldicos
que
conocía al dedillo.
La
infancia era en Moguer un acontecimiento repentino,
podías
oler los años por las calles,
podías
amar su color blanco
como
se ama especialmente en los momentos de
[admisión,
cuando
el corazón te dice ahora puedo
y
la verdad sí puede, pero acaba cerrándose
más
bien anticipándose a todo ofrecimiento.
Y
mi infancia en Moguer, mejor adolescencia,
fue
tibia como el muslo de la mujer que amaba,
de
esa mujer que compartía las horas y gustaba llamarse
[actitud,
porque
así podía verla y desearla
y
también recordar e imaginar
hasta
que un momento se superpone en otro,
hasta
que la distancia nos acuse
y
tenga que decir
perdona
lo que soy por lo que amo.
Javier Sánchez Menéndez
de la antología También vivir precisa de epitafio
(Chamán Ediciones, Albacete, 2018)
ediciones anteriores:
El violín mojado
(1ª ed. Seuba, Barcelona, 1991; 2ª ed. Libros del Aire, Madrid, 2013).
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